jueves, 19 de noviembre de 2009

El Palacio

Dicen que las viviendas reflejan el alma de quien las habita. Esto era particularmente cierto para la casa de Paola. Podía decirse que vivía sola, ocasionalmente acompañada de algún gato callejero que se instalaba o algún amigo de otra ciudad que se alojaba con ella. Pero la casa nunca estaba vacía.
Paola era soltera, desordenada y heroinómana. Tocaba el bajo con cierto talento, pero no tenía la constancia necesaria para formar parte de ningún grupo. A su casa, un viejo caserón de unos noventa años, medio derruido por la humedad, lo llamamos “El Palacio”. El Palacio era el punto de reunión por excelencia. Ahí hacíamos todas las fiestas, los asados, los variados descalabros que nuestras mentes imaginaban. Con el tiempo, El Palacio se deterioró más y más, como si envejeciera al ritmo de nuestros excesos. Era un reflejo de la mente de Paola: un lugar genial para ver, pero no para vivir. Una construcción de paredes de colores caóticos, habitaciones desordenadas y llenas de basura y mobiliario destruido y escaso. Era un feo lugar, un fumadero de opio, una mugre, un caos. Era hermoso.
Paola era la reina del Palacio. Más desaliñada que el lugar mismo, a veces ni siquiera estaba cuando destrozábamos el lugar con conciertos improvisados. Cuando estaba, oscilaba entre la lujuriosa pasión y la depresión más fuerte. La gente llegaba de a ráfagas, se iba de a montones. Las fiestas se animaban y languidecían, pero no acaban nunca, alzándose al ritmo de la marea que era Paola.
Nunca supe mucho de ella ni de El Palacio. Jamás se preguntó nada. El Palacio no era su casa, era nuestro lugar. No recuerdo que le hayamos preguntado nunca si podíamos ir o no, simplemente caíamos con los cajones de cerveza, los amplificadores y los narguiles. Creo que creíamos que éramos usurpadores, squatters, de una casa abandona, y que soñábamos que era nuestra comunidad, nuestro refugio del mundo.
No se en que momento aparecieron los Sofisticados. Imagino que vinieron atraídos por la fama/infamia que tenían nuestras fiestas. Cuando me quise dar cuenta, eran una multitud. Los llamamos sofisticados por usar una palabra distinta a maricas. Era gente de ambos blancos y pelos teñidos, mucha música electrónica y libros de Osho y Coelho. No fumaban marihuana, le daban a los lisérgicos, a la merca, las sustancias que quizás no sean tan buenas pero si son caras y se espera que ellos las consuman. Casi ni le hablábamos, aunque confieso que fueron muy simpáticos al principio. Con el tiempo se encerraron entre ellos, felices de tener un lugar donde degenerarse, y no nos dieron más bola. Nosotros los despreciábamos más, los considerábamos invasores, más que nada porque no tenían nuestros códigos.
La casa y Paola se hundieron más. Las paredes del segundo piso, antes pintadas con caricaturas y hojas de marihuana y guitarras eléctricas, se llenaron de autógrafos con fibra y dibujos rosados muy pop para nuestro gusto. Huimos del segundo piso, y nos refugiamos en nuestros narguiles, nuestros poemas de Bukowski y nuestro reggae en el primer piso. Paola casi nunca bajaba. Financiada por los Sofisticados, se hundió en su opio más que nunca.
Un día nos enteramos que nuestra Reina si tenía una familia, un hermano, viviendo en el sur. La internó, y por semanas no supimos de ella. No nos preocupamos demasiado hasta que la policía nos echó del Palacio. Vinieron albañiles, gente de la mudanza y todo tipo de personas que salían de día y dormían de noche. Paola volvió, mejor vestida, con el pelo cortado y la cara más gorda que antes. Hicimos fiesta ese mismo día. Los Sofisticados ni aparecieron, no tanto por la policía como por el miedo a ser vistos con una adicta en recuperación, ellos, los usuarios sociales. La casa estaba igual, salvo porque el piso estaba limpio, no había basura por doquier y el baño ya no era un pantano que invitaba al sexo más sucio y a las infecciones de todo tipo. Nos fuimos temprano. El Palacio ya no era el Palacio. Estaba todo igual, pero la casa nos echaba, nos rechazaba. No puedo explicar la sensación. La casa nos echó como un perro malo, agresivo. El Palacio era la mugre y el desorden, y la Reina demente y sucia. Nada de eso quedaba, sólo un caserón pintarrajeado con el alma exorcizada.
Nunca más vi a Paola, imagino que vive como ermitaña en lo que fue El Palacio. A veces cruzo a los chicos, pero cuando pasa, miramos hacia los costados y hacemos como que no nos hemos visto.

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