domingo, 5 de septiembre de 2010

Venus Atrapamoscas

Marianela se despertó y encontró el dormitorio iluminado por la tenue luz del amanecer. De forma mecánica, volteó su cabeza hacia el despertador, para observar la hora. Tenía el suelo ligero, y frecuentemente se despertaba en medio de la noche en mundo tenebroso y a oscuras. Faltaban cinco minutos para que tuviera que levantarse, y se quedó en la cama tibia juntando valor. La primavera recién empezaba y las noches eran frías y húmedas. Marianela se levantó, se calzó sus sandalias e instintivamente fue a la cocina a poner la cafetera. La habitación rápidamente se llenó con el ruido del gorgoteo y el olor del café recién hecho. Marianela pensaba que ese olor, ese sonido, eran el verdadero indicativo que de que el día había empezado, y lo amaba. Se quedó unos momentos observando la máquina negra, lustrosa y oyendo los cortados rugidos del borboteo del agua hirviendo. Luego fue al baño a asearse y a tratar de vestirse. Cuando entró en el dormitorio, algo de luz penetraba a través de las ligeras cortinas azules y decidió salir al balcón. El sol no había salido del todo, el viento nocturno había levantado polvo, el amanecer era débil y sangrante y doraba los contornos difusos de los edificios. El de olor de flores lunares la obligó a bajar la vista y observar la casa de la otra esquina.
Era una casa enorme, situada en la esquina enfrente del edificio de Marianela. A diferencia de las viejas y oscuras casas del barrio, no era de rasgos italianizantes, sino más bien ingleses. Tenía dos pisos, grandes ventanas y había visto un sin dudas un pasado mejor. De las profundas grietas de sus paredes, misteriosas flores se asomaban, su pintura descarada había sabido ser rosada. La rodeaba una enorme reja de hierro forjado, enraizada en un muro de roca. La reja era negra y hiedras de cobre martillado se prendían de ella a modo de decoración. Zarzas inextricables se alzaban como un muro de púas y exhibían sus pequeñas flores nocturnas y fantasmales. Sólo el jardín lucía la elegancia y el cuidado de antaño. Macizos y fuertes rosales surgían de la negra tierra aquí y allá, siguiendo líneas caprichosas.
-Ah. Ahí está. La Nena de Blanco.- murmuró Marianela al ver una figura tenue moverse entre los rosales.
Había bautizado a la cuidadora de aquel rosal La Nena de Blanco. Era una niña pequeña, grácil, que al parecer vivía sola en ese enorme y moribundo caserón. Cuidaba el jardín día y noche, regándolo, podándolo. Marianela pasaba horas imaginando quien podía ser y porqué cuidaba del jardín de una casa que más que casa era un mausoleo donde días pasados dormían el dulce sueño de los muertos. Pensó un momento más, antes de recordar que tenía trabajo y un café que la esperaba en la cocina. Era viernes, el Sol trataba de brillar entre los edificios y los chicos andaban en skate en el parque bajo la vigilante mirada de los pinos.
La Nena de Blanco la obsesionaba. En el trabajo, imaginaba la mágica historia de una niña blanca cuidando un jardín celestial. En el tedio de la facultad imaginaba un rostro infantil, luminoso, franco y claro y le agregaba una risa diáfana que rompía las brumas y calmaba los corazones. Imaginaba sus manos delgadas acariciando los pimpollos suaves. No le contaba a nadie de estos sueños ni de la Nena. Sentía que el guardar el secreto le daba una suerte de intimidad con ella. Marianela sentía que su propia soledad, tantas veces sufrida, las hermanaba. Sólo ella, Marianela, comprendía su soledad y su dolor. Sólo ella, y los rosales.
La noche se había vuelto ruidosa y sofocante. Brillantes autos pasaban en un suspiro, convertidos en ruidosos fantasmas de luz arrastrándose por el pavimento. Las botas azules y nocturnas de Marianela golpeaban fuertemente las baldosas sueltas de la vereda. Eran más de las cinco, los boliches habían cerrado y los Morlocks aprovechaban la noche sin luna para salir a la calle. Marianela se volvía sola, sus dos amigas habían encontrado mejor compañía y ahora seguramente transpiraban la noche húmeda y molesta. Un perro la seguía en silencio, olisqueando ocasionalmente el cuero púrpura de su cartera. Al cruzar la plaza, los ancianos pinos le dedicaron un piropo bastante grosero, pero Marianela fingió no escucharlos y continuó vigilando sus pies para no tropezarse con ellos. Cuando pasó por el frente de la casa de la esquina, vio la reja como si fuese la primera vez. El contorno de la casa apenas se dibujaba en la noche oscura y las hiedras de cobre parecían negras y vivas. Si no hubiera tomando los últimos dos tequilas, seguramente Marianela no hubiese estado borracha y jamás habría pensado en trepar la verja. Pero los había tomado. Sin pensar en el peligro de que algún policía la viera, trepó torpemente, como sólo podía hacerlo una mujer borracha. Al cruzar la pierna en la cima, perdió el equilibrio y cayó ruidosamente, hiriéndose con las espinas de las enredaderas. Aturdida por el golpe y el alcohol, por un momento no comprendió donde se encontraba. Hasta que sus ojos se aclararon e imaginaron el contorno oscuro de los rosales y la mole de la casa muerta.
Se puso de pie. Un ruido metálico le dijo que había sido descubierta y que la Nena de Blanco salía. Iluminada apenas por la helada luz de los faroles de la avenida, parecía niebla moviéndose lentamente a su encuentro. Marianela se acercó con cuidado, recorriendo los rosales con cuidado para no asustarla. Sólo cuando la luz de la calle iluminó su rostro pudo ver a la Nena de Blanco. La miró hipnotizada, mientras el alcohol, la sangre y la conciencia parecían escurrírseles del cuerpo con un cosquilleo.
En lugar de ojos, dos sanguiolentos y repugnantes agujeros trataban de mirarla. Un orificio horrendo se abría donde debía haber estado la nariz, como si alguien se la hubiera arrancado cruelmente. Sus dientes, destrozados e inmundos, brotaban de un agujero deforme del que salía un chillido animal.
Marianela corrió hacia la reja, aterrorizada. Sus pies, sin vigilancia, tropezaron con las raíces de los rosales y las duras espinas mordieron profundamente su carne. Trató de trepar, hiriéndose con las enredaderas que parecían alambre de púas. Tarde se dio cuenta de que el rosedal era un laberinto y de que las rejas no eran para que la gente no pudiera entrar sino para que no pudiera salir. Su conciencia la transportó al café de la mañana y la oscuridad se la llevó mientras escuchaba el gorgoteo de la cafetera.

2 delirios:

Unknown dijo...

El cuento está sin revisar, además saqué una parte, así que puede parecer que el ritmo es un tanto...acelerado. pero hacían un mes que no posteaba, y quería hacer algo por mis lectores, si es que queda alguno por ahí...xD

ILYENA dijo...

te comento que me pareció por msn, dale?

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