domingo, 24 de mayo de 2009

Uno de amor

Alexis estaba en la fiesta de la Condesa Betsi, charlando alegre con sus amigos, cuando la vio. La marquesita era de piel blanca lechosa y miembros alargados, casi no tenía busto y su cabello pálido le caía elegantemente sobre los hombros marfilados. Tenía una belleza lunar y andrógena, las mujeres bromeaban diciendo que era el resultado de uno de los amoríos de su madre, famosa por sus aventuras, con algún cisne de los pantanos. Las más serias -aquéllas que no ven al cotilleo como una forma de matar el tiempo entre las clases de bordado y las de piano, sino que lo elevan hasta la altura de arte- decían que era hija de un rico traficante del gremio de la seda o de un banquero de la city. Como fuera, Alexis no logró despegar los ojos de ella, y quedó inmediatamente enamorado de una muchacha a quien ni siquiera le conocía el nombre. Al menos esto lo supo antes de partir a las guerras. Se llamaba Catarina, era la hija menor de los Duques Einzbern y estaba destinada a ascender a los cielos inmaculada.
Las guerras fueron salvajes, como todas las guerras que se libran por otra causa que no sean los botines. Cuando las ideologías o las religiones son causa de conflicto, la brutalidad se hace sentir y los hombres no son más que obstáculos que hay que quitar de en medio para lograr un fin. Alexis sobrevivió, como tantos otros, abrazándose al recuerdo de la visión de su amada, para así salvar su amor por la humanidad y su alma, pues los que olvidaron de donde venían o a quién amaban acabaron volviéndose lobos que despedazaban los cadáveres en los campos de batalla en búsqueda de monedas o crucifijos para poder vender a los mercaderes de la zona. Pasó hambre, pasó frío, pero volvió, cuando los reyes arreglaron sus desavenencias y decidieron que la paz era mejor negocio.
Recién pudo volver a verla varios meses después de su vuelta a la Capital, durante una fiesta que daban los príncipes coronados. Coincidieron en un baile y ella aceptó ser su pareja en las coreografías. Ahora era más alta, y su belleza lunar se había vuelto helada. Tenía la mirada perdida de los que piensan en cosas que están muy lejos y cuando hablaba, fijaba los ojos por sobre el hombro de Alexis como buscando algo. Una cinta roja de seda que indicaba que sus padres habían sido decapitados en la revolución posterior a la guerra destacaba aún más su cuello, la ropa negra del luto resaltaba aún más su palidez iridiscente. Antes de despedirse le dijo que la amaba, y que la amaría toda vida.
Logró hacerse amigo de empleados y vasallos de la vieja familia, que le pasaban cartas de papel perlado cubiertas de flores y mariposas secas. El amor no tenía posibilidad de prosperar, las reglas de casta era claras al respecto: los Einzbern podrían haber caído en desgracia junto con el Patricio anterior, pero no por eso casaban sus sobrinas con soldados. Aún así, ella continuó recibiendo las cartas y los pequeños regalos, acumulando cadáveres de mariposas y momias de flores.
Se hicieron los arreglos y ella se casó con todas las prisas que tienen los tíos por casar sobrinas que pueden poner el peligro los privilegios de la casta. Las alcahuetas llevaron la noticia por todas partes, para que el platónico enamorado se enterara bien. El escribió más furtivas cartas detallando un plan. Llegó el día convenido para el casamiento, y la novia no estaba.
Se encontraron en un pequeño departamento que Alexis había alquilado para la ocasión. La belleza silenciosa de Catarina inundaba la habitación. Tomaron juntos unos vasos de vino, en silencio, contemplándose. Los gendarmes los encontraron la mañana siguiente, Catarina von Einzbern yacía muerta, helada, blanca, desangrada en la cama. Alexis los esperaba sentado, con la barba crecida y el uniforme a medio abotonar.
Los salones de té y las tabernas se llenaron de rumores sobre el asunto. El funeral de Catarina sirvió a su tía para explicar a las alcahuetas que aquél hombre malvado había intentado violar a la pobre niña, y que ésta se había suicidado cortándose el cuello para impedirle mancillar su pureza. Al final, la niña había muerto pura e inmaculada, como decían las profecías. El Patricio tomó esta versión como la verdadera, como siempre hace cuando una historia conmueve y acalla a las multitudes. El juicio fue rápido y público, para que la gente no se perdiera nada.
Antes de partir al cadalso, el párroco de la prisión le preguntó si quería confesarse. Iba a contarle que en realidad él no había matado a Catarina. Que luego de amarse mutuamente, ella se había suicidado, como había acordado hacer. Pero que luego él había pensado que sus muertes mancharían el buen nombre de su amada, dañarían un recuerdo maravilloso, y que la historia de la violaciión y el suicidio la elevarían aún más en la memoria de la gente. Le iba a contar todo, pero sintió que Dios ya debía saber los ribetes que la relación había tomado y partió hacia el cadalso con una sonrisa, pensando en que próxima guerra se matarían los otros.

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