sábado, 25 de julio de 2009

Las Arenas de Marte

Subo al taxi. Le doy la dirección al taxista, que la consulta en la computadora automáticamente, y partimos. Buenos Aires está como siempre, pero no deja de asombrarme. Los edificios, negras mazas brillantes de nanotubos de carbono y cristal espejado, ondean en el viento como gigantescas cañas. Nunca pude dejar de sentir que están por venirse abajo, pero siempre empiezan a mecerse hacia el otro lado cuando llegan a un ángulo imposible. ¿Viene del interior? Me pregunta el taxista. ¿En qué se me delata? Le pregunto. Por los edificios, por como los mira. Nosotros estamos acostumbrados, pero la gente que no es de acá, que es de las republicas nunca acaba de acostumbrarse. Son edificios horrendos, le digo. Toda la razón, señor. Tengo una amiga que vive en uno de esos, a uno le da la impresión de que los edificios laten, el café baila en las tazas. Horrible, horrible. El taxi repta por la autopista, uniéndose a la marea incontenible de acero y aluminio que peregrina por el asfalto. Abajo, los barrios más pobres se apretujan bajo el ruidoso techo de la autopista. Se habla de que quieren la secesión, le digo al taxista. En mi opinión señor, que se las den. Esos vagos no hacen otra cosa que pedir planes, que se separen y molesten a la Nación Mundial, no a nosotros. Oscuridad. Los rascacielos de altura imposible ocultan toda la luz. El obelisco es un mojón blanco reluciente, de una altura diminuta, rodeado de agujas negras y al costado de un río geométricamente tallado. Pago el taxi. Buenos días, señor. Buenos días.

El edificio está bastante bien. Otro rascacielos negro, que baila con la brisa. El ascensor pregunta y digo el nombre de mi amigo. Apenas siento el traqueteo mientras mastico una pastilla para la altura. Voy a ver a Julián después de diez años. Julián el tecnópata que saqueaba las cuentas bancarias para nuestra causa. Julián encerrado en prisión domiciliaria en un rascacielos del gobierno central. Julián que por fin tiene derecho a visitas, después de cinco años de soledad en la cima de un edificio de altura incomprensible. El ascensor se detiene. Un portero me pregunta mi nombre, me pide una identificación y hace un gesto al ver los sellos que indican que estoy en libertad condicional que brillan en el monitor. Decide no decir nada, y señala una puerta negra y lustrosa al final del vestíbulo. Siento como el piso se mueve mientras camino. Tranquilo, uno se acostumbra con el tiempo. No te marees, no te marees. Faltaría que aparezcas todo vomitado frente a tu viejo amigo.

La puerta pregunta mi nombre y me deja entrar, me están esperando. Un leve olor a encierro me recibe en una habitación a oscuras. Enciendo una luz. Julián está sentado en un sillón. Frente a él, el ordenador como un antiguo monolito de roca negra, lleno de pequeñas serpientes de luz azul oscuro que reptan por su superficie. Está delgadísimo, demacrado, pálido, canoso. Apenas lo reconozco, pero sé que es él. A su lado, una taza de sopa instantánea, volcada. Ni siquiera la probó. Hay otro par de lentes conectados al procesador-monolito. Me los coloco. Un mar de colores indistinguibles me inunda mientras entro en el servidor.

Aparezco en una ciudad de edificios de porcelana color manteca, de formas psicodélicas, bajo un cielo rosado. Cientos de seres caminan metidos en sus asuntos. Usan máscaras de color plateado y túnicas de colores apagados, tachonados de estrellas de color negro. A la distancia, un sol helado se oculta tras una cordillera roja.

¿Tres Cielos? Preguntan detrás de mí. Me doy vuelta. Un ser de máscara de cristal azul tallado y manos de plata trenzada me mira fijamente. ¿Julián? Pregunto, y nos fundimos en un fuerte abrazo. No te reconocí bajo ese avatar. Casi no te reconocí afuera tampoco. Ajá, puede ser. La cárcel hace milagros con el aspecto de uno. Cierto, cierto. ¿Tanto tiempo, no? Tanto tiempo. Acompañame, vamos a tomar algo. Lo sigo en silencio. No puedo evitar sentir que molesto. La voz de Julián no es la de antes, seguro es una voz sintetizada, que suena a una mezcla de sonidos de gatos y piedras cayendo, profunda, sonora, algo chillona.

El bar está en la terraza de uno de los edificios de porcelana. Abajo, góndolas negras surcan aguas color verdoso en canales marcianos. Unas pocas casas se ven a la distancia, a la vera de un mar seco. Dunas negro y oro ondean en lugar de agua. Un mozo de color cobre, delgado hasta lo imposible, me sirve un vaso de un líquido rosado. Julián se bebe el suyo en silencio, mirando el paisaje simulado. Recién me autorizaron contactar con vos la semana pasada, le digo. Si, me contaste. Fui el último en ser liberado de la prisión domiciliaria solitaria. Era el cabecilla después de todo. ¿Tenés noticias de afuera? Le pregunto. No, claro que no, no puedo conectar con el exterior, ni contactar con otros cyber-cerebros. La ciudad está cambiadísima, no puedo creer la altura de los edificios. Le digo. Cierto, a veces cuando está claro, se puede ver el resplandor de Córdoba en la noche. Le echo un trago al líquido rosado. Sabe agridulce, suave. Bonito lugar el que te has hecho, ¿Eh? Le digo con una sonrisa. Cierto. Estaba aburrido, me dice mientras mira el vaso. El departamento estaba más lindo que la celda en el penal de Juárez, pero aburría de todos modos. ¿Qué iba a hacer, mirar la costa uruguaya todo el día? Así que me hice un mundo. Siempre fuiste bueno en eso, lo halago. Siempre fui un buen tecnópata, siempre. Mary preguntó por vos, le suelto de sopetón. ¿Mary? Ah claro, Chessire. Los ojos de la máscara brillan por un instante. Resultó llamarse Maria Kouznetsova, vivía en Rusia. La agarraron poco después que a nosotros, en Berlín. El gobierno alemán la soltó por buena conducta. Por fin escucho la famosa risa de Julián. La mezcla de sonidos del sintetizador la hace sonar como piedritas cayendo en un cuenco, pero es la risa de Julián. ¿Buena conducta? Me acuerdo de Chessie: Una media luna fina y helada, como una sonrisa de luz, flotando en la oscuridad. Voz de adolescente y unas ganas terribles de que le pusiéramos bombas a los edificios públicos. La consideraron víctima de nuestras manipulaciones. Más risas. ¡Pero su ella era la que nos manipulaba a nosotros! Cyber-comunistas…acordate lo que te digo, la tercera guerra mundial va a tener su nombre…Guerra Chessire…Miro el horizonte, las lunas de Marte brillan heladas en el cielo nocturno. ¿Qué fue de vos? Me pregunta. Me agarraron y me declaré culpable. Me sentía un mártir de la causa. Me dieron la condicional después de que ayudé a hacer los antivirus para el Foxglove. ¿Foxglove? El mozo sirve más vino. Una mutación de nuestro Digitalis, entraba en el cyber-cerebro y modificaba información al azar. Fue todo un problema, porque la gente no se da cuenta que lo tiene, hasta que ya no sabe como volver a su casa. Ah…interesante…

Julián se levanta. Acompañame, me dice. Tenés que ver como se la ciudad desde la quinta. ¿La quinta? Vivo en una quinta a la vera del mar muerto. Nos vamos en una góndola por un canal de aguas de vino blanco. A mi izquierda se sienta Julián, mirando el paisaje con aire aburrido. Una niña marciana, de máscara roja y manitos de cobre pulido juega con una araña de oro, que arroja finísimos hilos de seda multicolor al aire. Nos bajamos en un puerto pequeño, de piedra negra. La quinta es una construcción de vidrio azul opaco, con forma de burbuja. Unas pocas plantas decoran su puerta. Adentro, las paredes de vidrio brillan azuladas. Unos muebles decoran la estancia: unas sillas, algo que reconozco como una mesa y libros. Vamos afuera, me dice Julián.

Nos sentamos en unas sillas en el porche de la quinta. Julián abre un libro, que se pone a recitar una nania lúgubre desde dentro de sus páginas de oro. Miramos en silencio el mar seco de dunas color oro mientras escuchamos. La casa fue construida hace diez mil años, por la civilización anterior. Me dice Julián. ¿Ahí sí? Digo por toda respuesta. Acá los pueblos no se fueron matando entre ellos cuando sentían que eran muy fuertes o muy débiles, simplemente se fueron sucediendo unos a otros, como las estaciones o los días. Uno encuentra los restos fósiles de las ciudades muertas por toda la llanura…Pero esa historia la inventaste vos, ¿verdad? Le digo, tratando de llamarlo a la cordura. No sé…ya no sé cuanto inventé yo y cuanto creó el programa. La nania termina, silencio. Maria está viviendo en Entre Ríos, le digo. No me contesta. Una casa quinta hermosa, se dedica a las flores y los pájaros, apenas se conecta lo normal. Mira vos, me dice. Me manda a decirte que si te querés mudar con ella, sería algo muy bueno. Silencio. Yo creo que deberías ir con ella, ustedes dos se amaban.

Julián se pone de pie acaricia las páginas del libro y éste empieza a repetir su nania. Te equivocás Tres-Cielos. Yo estaba enamorado de Chessire. Estaba enamorado de su rebeldía homicida, de su egoísmo, de su cinismo, de su esperanza. Maria no me dice nada, ni siquiera se quién es….Gustavo, para….No me llamés Gustavo, no me llamo Gustavo. Me llamo Demóstenes, siempre me llamé Demóstenes. Y acá es donde vivo ahora. La realidad afuera no me interesa. La realidad me encerró y yo me liberé acá adentro.

Me desconecto de golpe, casi arrancando los cables del procesador. Julián sigue sentado en su sillón, tan demacrado y delgado como antes. El atardecer violáceo recorta las siluetas de los edificios brillantes que parecen latir. Me voy del departamento y de la ciudad casi como si estuviera huyendo, como prófugo de algo terrible.

No vuelvo a saber de Julián. Se que Maria se dedica a cuidar chimangos en su quintita de Entre Ríos. Yo me consumo escribiendo un libro sobre nuestra cyber-revolución y dando entrevistas a quien quiera escucharlas. Aunque sea para saber que mi pasado es real y no el invento de un procesador color negro. Los edificios negros se siguen meciendo en Buenos Aires y sus habitantes siguen soñando otros mundos dentro de sus cabezas.

domingo, 19 de julio de 2009

The Wired

Conecto y entro en Thewired. La explosión de colores y luces hace que mis ojos casi estallen. No, no es cierto. Los ojos no participan en absoluto, todo el trabajo lo hace el cerebro a través de la interfase mente máquina. Recorro la avenida, un laberinto helénico de colores incandescentes, un río iridisado como el aceite flotando sobre el agua de un charco. Finalmente encuentro la puerta de la cyberoficina de El Analista, en una pared de colores lisérgicos donde nuevas puertas aparecen y desaparecen continuamente.
El Mundo Flotante es el barrio más populoso de Thewired, una ciudad virtual, donde grandes y chicos crean personajes y viven vidas más reales que las del mundo físico. En cierta medida, se parece a los viejos juegos on-line de comienzos del siglo. Pero las similitudes se quedan ahí. Thewired es una realidad superpuesta a las otras, donde hay avenidas decoradas de ladrillo amarillo donde altas mujeres de armadura y orejas alargadas buscan tesoros fabulosos e intrincados barrios caóticos llenos de hombres de oficina que hacen negocios y mantienen funcionando la hyper-realidad en la que vivimos. El Analista es eso, un analista de datos. Entro a su habitación en el Mundo Flotante. La austeridad impresiona, es una habitación grande, de paredes de piedra caliza marrón claras, una silla negra grande que parece un tétrico trono y una mesa de piedra negra, muy pulida, llena de luces azules brillantes y heladas. La resolución es muy baja, nada que no se pueda bajar gratis en alguno de los sitios de construcción que llenan de publicidad los cyber-cerebros. Todo muy impersonal, propio de una persona que no tiene personalidad.
El Analista analiza. Junta datos de una persona, revuelve su basura virtual, lee registros de compra, de libros leídos, escucha su música, come su virtucomida, ama a las muñecas de placer. Lee el gran libro que es la vida de una persona, y la conoce más de lo que ella misma se conoce al analizar la marea de datos que genera. Esa información caótica que nos sigue como una estela, que se genera continuamente, a cada segundo que respiramos, a cada bit de datos que nuestros cyber-cerebros generan, el analista ordena todo eso con su olfato y su instinto de sabueso. Claro que tenemos computadoras que podrían olfatear al prójimo más rápido y eficientemente, pero no servirían. Las máquinas pasan por alto detalles que son ínfimos en apariencia, pero que en la realidad reflejan un cambio abismal en la mente de una persona. El momento en que una canción marca una obsesión por una banda o un género determinado, y que en realidad refleja un nuevo estado de ánimo, un nuevo pensamiento que aflora en la mente.
Gustavo. Que pasa, me pregunta. No lo encontramos en su oficina, Analista. Estábamos preocupados. Estoy de vacaciones, Gustavo. No te preocupes, la conexión es segura. ¿Donde está? Acá, en el Mundo Flotante, y en un hotel en Malasia. Rilke pasó unas horas acá hace cinco días. Compró muchísimo whisky, malísimo todo, le dio dolor de estómago y resaca, las píldoras tienen un nombre impronunciable. Hizo el amor con una hermosa prostituta rusa. Nada interesante en ella, esas bellezas en serie, dura, plástica hechas por algún cirujano del Vory. Se fue ayer, yo estoy en su habitación ahora, la vista es excelente, el whisky es horrible.
El Avatar de El Analista parece un monje, calvo y de túnica negra. Cada tanto, un brillo en un pliegue me llama la atención y veo el reflejo de una cara, de una mano, de un torso, siempre el mismo. Rilke captadas por cámaras de seguridad. Rilke en películas. Rilke en cámaras de amigas y fotos en redes sociales como el Mundo Flotante. Rilke, eternamente Rilke.
¿Algo interesante del asunto de Rilke? Le pregunto. Se va a morir, me dice rápidamente, casi con dolor. ¿Cómo? No se te sabría explicar, va a morir, pronto. ¿Cómo sabes eso revisando su estela? Las cosas que hace son su pasado, no su futuro. Yo ahora veo su futuro, se va a morir, Gustavo. Rilke ya está muerta, sólo que aún camina.
En el momento no le creo. Le digo que ha trabajado demasiado, que se despreocupe de Rilke por unos días. Que disfrute del hotel Malayo, que tenga sexo con las prostitutas rusas de belleza tallada a cuchilladas. El Analista me mira con sus ojos brillantes, me doy cuenta que la mirada no es la de él, es la de ella. Rilke está dentro de él.
¿Está bien, Analista? Estoy bien, Gustavo. Me vas a dar carpeta unos días, asunto tuyo. No me llores cuando Rilke se muera. El tono de voz de Rilke, la misma forma altanera de ser. A veces…el detective, de tanto seguir a alguien, termina comiendo lo mismo que esa persona, sin darse cuenta… ¿Ah, si? No creo que esté pasando eso, yo creo que pasó algo peor. ¿Qué cosa? ¿Qué le ocurre, Analista? No es asunto tuyo, me dijo.
Me desconecto de golpe. Los ojos casi se me salen de las cuencas, la cabeza me estalla. Es muy peligroso desconectar, pasar de una realidad a otra sin preparación previa. Puede enloquecer, matar.
No volvimos a saber de El Analista. Hemos puesto varias máquinas tras él, pero sus pasos siempre se pierden, como si estuviera al acecho, alejándose otro poquito justo cuando estamos por verlo. Siempre logra mantenerse en las sombras. Es el cambio absoluto de sus hábitos lo que nos desconcierta. No hace nada como antes, es como si fuera otra persona. Como si algo que antes estaba dentro de Rilke ahora estuviera dentro de él.
Grabo esto porque ahora yo he sido asignado en la búsqueda de El Analista. Quiero dejar constancia de mis sospechas por si acaso yo también desaparezco, deglutido por un mundo virtual cada vez más real y peligroso, cada vez más incomprensible.



sábado, 11 de julio de 2009

Insomnio Digital

Entro a mi departamento. No tiene ventanas ni puertas salvo por la de entrada. Las regulaciones exigen que tenga una entrada de luz, por lo que un pequeño tragaluz se abre en el techo, pero ahora es de noche y sólo entra por él la helada y tenue luz de la luna. Las estrellas brillan heladas y no iluminan.

La ciudad es aterradoramente luminosa. La luz me esta persiguiendo. Se cuela por debajo de la puerta. No puede ser. No puede ser. La puerta es neumática, no tiene quicios ni goznes ni aberturas debajo de ella. Sólo es una hoja de aluminio en una pieza de acero que se corre cuando me identifica. La luz no puede colarse debajo de ella. Pero lo hace. Es un polvo de neón dorado, brillante. Se mete a la habitación. La ciudad, tan insomne como yo como yo, no dejará de perseguirme. Me acuesto, con la estúpida idea de que si no lo veo no estará ahí. Pero lo está. Se mete por debajo de mis ojos. Es una línea blanca en el borde mis párpados. Luego es un iluminación blanca que se extiende dentro mi, como si apretara mis globos oculares con las manos. Me levanto de golpe. El sistema de iluminación me detecta y enciende las luces de la habitación. Quedo instantáneamente encandilado mientras escucho como la pared se abre y aparece el baño. ¿Pero que mierda tienen todos en esta ciudad con la luz? ¿Ya no puede cagar uno que la luz lo va a perseguir hasta el inodoro? Voy al baño, como si el ordenador del departamento me lo hubiera ordenado al encender las luces. Siento calor en la pared. La ciudad brilla ahí afuera, iluminada hasta la demencia por millones de lámparas de una potencia solar. La gente le teme a la oscuridad, nunca dejaron de ser niños. La gente se rodea de luz solar a la tarde, y a la noche se encandila bajo los miles de focos de las calles, de los cientos de luces de sus casas. No quieren ver sombras jamás, iluminan todo hasta que éstas desaparecen. Las sombras son símbolos, no sólo oscuridades. Simbolizan las cosas malas que las personas arrastran consigo, y que no las abandonan jamás. Si no ven las sombras, no ven la mierda que tienen dentro, como si esta no existiera. Pero ahí está, oliendo cada vez que salgo a la calle. Ahí está, dentro de esos liberales degenerados, de esos amantes de niños, de esos refinados drogadictos, de esas niñas esculturales que han tirado sus abortos por la cloaca. Ahí está, y la luz tiene que ocultarlo. La luz tapa más que la oscuridad en las ciudades, la oscuridad no pone alertas, y nos hace buscar cosas. La luz encandila y no deja pensar. ¡Luz de mierda! ¡Dios te creo el primer día para que la creación fuera eternamente estúpida!

Salgo del baño, escucho los ventiladores de las máquinas que lo limpian automáticamente. El departamento es todavía más maniático de la limpieza que yo. Pero él limpia a oscuras y a mi me persiguen la luz y el insomnio. ¿Qué hora es? Son las cinco y media, Marianela. ¿Abro el tragaluz? No, a la mierda. No quiero nada de luz. Que el sol se vaya al carajo. Me acuesto. La luz se va automáticamente. Miro hacia la puerta y me parece ver como de a poco la luz de la ciudad brillante se va colando a través de ella.



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Now playing: Muse - Micro Cuts
via FoxyTunes

jueves, 2 de julio de 2009

Melodía de la Melancolía

Veo, mientras escucho la melodía de la melancolía,

como se cortan los hilos rojos que me tienen atado

y van cayendo uno a uno, floreciendo en el piso.

Siento el gritar de la carne.

la liberación de las ataduras que la apresaban,

el arar de la hoja en el campo escarchado.

Canto el dulce arrullo de la canción,

el suave murmullo que se oye dentro de mi cabeza.

No más estar dirigido a través de los hilos rojos

que cuelgan de tus dedos,

magnifica araña.

No más estar embalsamado,

atado a un pasado que no ocurrió,

por la vendas rojas de tu cabello.

No puedo, no quiero, recito mientras se cortan los hilos rojos.

Quiero, necesito. Suplico.

Mientras florecen en el piso.

miércoles, 1 de julio de 2009

Retrato

Apenas un rostro, el cuello de un traje, un fondo negro.

Y una mirada penetrante,

de esas que de chicos nos daban miedo.

Busco en esa calva brillante el lugar donde ha florecido su razonamiento.

Veo en las profundas arrugas de su frente,

en su escaso cabello, difuso, fantasmal,

el paso de ideas, revoluciones, guerras.

Observo sus ojos, buscando una verdad

De repente sonrío y me acuerdo.

Este no es Hobbes, él hace mucho ha muerto.

Es polvo y recuerdo, un nombre en la tapa de un libro.

Este es sólo un retrato.

Es óleo y lienzo, momificando lo que era un hombre.

Deberían ponerle “Este no es Hobbes” abajo.