Aristóteles ayer se tragó una aguja. Por suerte no llegó a tragarla del todo, y solamente se le atragantó en el paladar. Volé al veterinario de madrugada, tardó más tiempo en hacer efecto el sedante que la mano del profesional que en un par de movimientos tenía la aguja en la mano. Me devolvieron una bolsa, una bestia sedada que apenas respiraba.
Una niebla grisácea se extiende desde el dormitorio. De repente se contrae en el tiempo de un parpadeo y la toma la forma de un gato que salta hacia la mesa. Aristóteles se va familiarizando lentamente con sus nuevos poderes. Primero viajó, ayudado por los sedantes alucinógenos, por las Tierras de los Muertos. Estaba helado, con los ojos sin movimiento, totalmente desprovisto de movimientos propios salvo por alguna respiración ocasional. A las pocas horas, alguna contracción, un despertar repentino, un maullido agónico avisaban que su viaje por esas tierras desprovistas de vida y llenas de magia eran algo terrible, místico, doloroso. Viajaba dentro de si mismo por mundos que a la mayoría nos son negados. Luego se despertó, caminaba al principio sin poder mover sus piernas traseras, luego corrió en círculos, tropezándose continuamente, los ojos fijos en una llanura invisible, el alma recorriendo las Tierras de la Gran Medicina.
Puedo solamente especular que pasó allí. Debe haber hablado con águilas y jaguares, con ballenas y golondrinas, animales poderosos y mágicos, que le deben haber contado secretos en la lengua de las sensaciones. Le he pedido un par de veces que me revele alguno de esos misterios, pero afirma que no puede. Son cosas que no pueden explicarse o entenderse, sino que sólo pueden sentirse. Como un orgasmo o la muerte, fascinantes y misteriosas precisamente porque escapan a toda comprensión humana.
¡Y yo que quería un filósofo! Me trajeron un mago. Pero bueno, mejor para mí. Ahora comprende el mundo mágico y sus tiempos, sus formas. Quizás eso me ayude a entenderme a mi mismo. A entender a los otros.
Cara Berlangganan WeTV
Hace 1 año
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