jueves, 29 de abril de 2010

Catarsis

Archicaniche, cariño. ¿No creés que bebiste demasiado?
La luna está tan cerca, y las estrellas arden sin brillar.
La humeante música se deja oír a la distancia
y tu pelo sangrante es un laberinto inexplicable.

Golpeo la maloliente luz.
Tu sonrisa negra anuncia una tormenta nocturna.
Salmodiás todo el peregrinar por calles cansadas,
Apoyada en la columna vacilante.

En el templo, los ídolos brillan glaseados.
Las almendras estallan en los azulejos
como granadas mojadas,
al coro de tus alaridos.

Te caés, te levanto.
Te abrazo y te sostengo por el pelo finito y vidrioso.
Un zumbido agridulce es el dolor de tus entrañas.
Te sonrío y te beso la cabeza.

Yo sé que estás haciendo catarsis.

miércoles, 28 de abril de 2010

Premonición

Se despertó sobresaltada. El corazón le latía rápido y la garganta le ardía. Aún sentía las lágrimas, húmedas, secándose en su cara. Se sentó en la cama, agarrando con sus manos las sábanas, como si la protegieran de algo. Respiró hondo. Sólo había sido una pesadilla. Quizás había comido demás la noche anterior, quizás el stress estaba mellando sus sueños. Pero solo había sido una pesadilla.
Intentó recordar que había soñado, que le había causado tanto terror. Su mente vagó por sus miedos habituales: aquélla pesadilla recurrente de ser devorada por perros salvajes, aquélla otra en la que se no podía moverse y se ahogaba. Ninguna activó un recuerdo en su mente. No importaba que pensara, nada le hacía recordar lo que había soñado. De repente, le sudaron las manos y empezó a temblar. Había recordado una cosa, algo había vuelto a ella. No era el sueño en sí, sino una certeza que al parecer venía con ella:

Si Nicolás sale del departamento, se va a morir.

Su novio la sorprendió llorando silenciosamente en la cama. Sobresaltado, le preguntó que le pasaba. Ella no pudo contestarle. Era una locura pensar que él moriría si salía de la casa. Le dijo que había tenido una pesadilla, nada más. Él la abrazó y le propuso llevarle el desayuno a la cama. Evidentemente, ver a su novia llorar sentada en su cama lo había puesto nervioso, pues habló poco mientras le cebaba un mate endulzado con sacarina.
Afuera, los árboles se mecían ocasionalmente, movidos por una brisa fresca. Un ruido lejano recordaba que la ruta no estaba lejos. Era domingo, y ningún auto pasaba zumbado por la calle. Un perro ladraba solitario, una bolsa rodaba por la vereda. Era un día de domingo como cualquier otro.
Cada vez que María José trataba de recordar lo que había soñado, sentía que sus amígdalas le dolían y la garganta se le secaba. Tenía la sensación de que la respuesta estaba en la punta de la lengua, haciendo fuerza para salir de su boca, que la menor alusión al término le haría recordar que era lo que ocurría. Pero no pasaba nada. Le daban ganas de gritar, pero no podía hacerlo sin alarmar a Nicolás. Golpeaba la almohada con los puños, en una furia silenciosa y ciega, mientras su novio se bañaba.

Nicolás no tenía que salir de allí. Si Nicolás sale del departamento, se va a morir.

No salió de la cama. Tenía previsto arrastrarlo ahí y mantenerlo todo el día acostado. No había terminado de pensar en que decirle cuando recordó que estaba indispuesta. Se levantó rápido, para que Nicolás no la hallara acostada, le diera un beso y se despidiera para ir al trabajo. En el living, sin pensarlo urdió un plan. Buscó las llaves de la casa, cerró la puerta principal y arrojó las llaves dentro de un jarrón. Ahora estaba encerrado.
Mientras Nicolás buscaba desesperado las llaves, insultando a Dios y a los Santos mientras lo hacía, María José se estrujaba los sesos tratando de recordar. Pero los insultos de Nicolás no la ayudaban a concentrarse. Estaba irritada con él, que gritaba y no la dejaba pensar. Si supiera que su vida pende un hilo no gritaría tanto. Pensó en decirle, pero sabía que no le creería, a menos de que ella tuviera un motivo convincente. Pero para eso tenía que acordarse, pero no podía acordarse porque Nicolás gritaba como un loco porque iba a llegar tarde, y seguramente no gritaría tanto si supiera que se está por morir, pero si le dijera no lo creería, a menos que tuviera un motivo, pero para tener el motivo tenía que acodarse del sueño, pero no podía porque Nicolás gritaba como un loco y seguro que si supiera que se está por morir no gritaría así pero…
María José gritó desaforada, loca. El dolor en sus amígdalas se apagó durante el momento del grito, pero volvió con angustiante fuerza cuando cerró la boca. Nicolás la miró, helado. EL grito le hizo recordar algo, había gritado en el sueño. Había dicho algo en ese grito, habían pronunciado palabras. Las palabras tenían algo que ver. Pero cuáles eran…
Nicolás dijo algo justo en el momento en el que ella iba recordar las sílabas iniciales. El recuerdo quedó en la punta de su lengua. Ahogada de frustración, tiró un adorno hacia cualquier lado. El adorno golpeó en el jarrón, y Nicolás vio las llaves.

Si Nicolás sale del departamento, se va a morir.

Iba a suplicarle que no saliera, que se quedara. Le iba a decir que estaba mal, que estaba enferma. LA interrumpió. No sé qué te pasa, cuando vuelva hablamos. No sé que sea, pero mejor tranquilízate y después hablamos.
Iba a decirle que no habría próxima vez si atravesaba la puerta, pero justo en ese momento sonó el celular y Nicolás se disculpó por llegar tarde a algún desconocido del otro lado de la línea. María José sintió que estaba por llorar. Sintió la misma angustia, el mismo dolor desesperante, que había sentido al despertar. Comprendió que no podía detener el destino fijado para su novio. Lo saludó cuando abrió la puerta y lo dejó partir hacia lo desconocido.

miércoles, 21 de abril de 2010

Devenir

Armando observó los lapachos desde su ventana. Estaban erguidos desde hacía añares en la vereda, la corteza se había ennegrecido y por ello el delgado tronco contrastaba con el verde oscuro de las hojas. En el más grande, una rama se había roto, y las hojas secas parecían llamas en medio del follaje. Enfrente, un árbol muerto, seco y renegrido, daba un aspecto tétrico con su tronco podrido y sus ramas como rayos. La tarde estaba silenciosa e inmóvil, como una fotografía. Nada molestaba la vejez de los orgullosos lapachos.
Se dio vuelta y deseó un cigarrillo. Pero recordó al tiempo que lo deseaba que había dejado de fumar. La mesa desordenada y sucia le recordó que tenía que lavar las cacerolas y los platos del almuerzo. La sola idea lo aburrió. Se suponía que su hijo lo visitaría hoy, pero ya tenía una hora de retraso y no se hacía esperanzas de verlo. No le importaba demasiado. Él había sido un hombre muy activo en otro tiempo, y comprendía lo ocupado que podía estar un hombre con tres hijos s y un trabajo. Ahora su tiempo se había puesto lento. Como el de los árboles, pensó. Observó los lapachos de nuevo, intentando no mirar las olas que exigían limpieza. La tarde se había puesto larga y pesada, lenta.
¿Qué hacemos hoy? Le preguntó al gato. No sé vos. Yo pienso dormir toda la tarde, le contestó el animal al mismo tiempo que se daba vuelta y seguía durmiendo. Armando pensó que su mascota se había vuelto maleducada con los años, como algunos viejos. Puso la pava y se cebó un mate cansado. Era de lata y esmalte blanco. Se reflejaba en la superficie bruñida de la pava, que devolvía una imagen deforme e indefinida.
El mate se enfrió rápidamente. Sin ganas de calentar nuevamente el agua, decidió confiar en sus juiciosos zapatos y salió a la calle. La tarde tenía un inconfundible olor a mar, fresco y húmedo. El cielo estaba cubierto por una capa de nubes brillantes en la que se recortaban los edificios y le daban a la avenida un aire fantasmal. No se veía un alma en la calle.
Sus pies lo llevaron hasta la plaza. Los pinos cortejaban a unas palomas que se pavoneaban por allí y picoteaban el suelo ocasionalmente. Se sentó un banco a la sombra de la estatua. El jinete tenía un color verde claro y del lomo del caballo se chorreaban las cagadas de las palomas. La brisa sacudió los pinos con fuerza y el ruido de sus hojas se pareció mucho a una voz poderosa que lo estaba echando. Se levantó rápidamente de allí y siguió caminado por la vereda desierta. Una ráfaga opaca le abofeteó el rostro. Con el dorso de la mano se limpió el polvo de la boca y se saco una hoja del pelo. Era amarilla limó y parecía barnizada por alguna mano mágica. Hojas de plátano, se dijo. No había acabado de observar la hoja cuando se detuvo en seco y trastabilló de la sorpresa. A su lado había un caserón de aspecto antiguo, con molduras redondeadas y oscuras y paredes q daban impresión de humedad.
Iba a preguntar a sus impertinentes pies el motivo de la interrupción del paseo cuando vio la fría placa de azulejo que rezaba “Geriátrico Santa Viviana” Él y la brisa suspiraron. Miró por el vidrio de la puerta y vio un piso de madera terrosa, el extremo de una mesa con un mantel de encaje blanco y un televisor encendido que no veía nadie.
Iba a tocar el picaporte cuando a su mente volvió la olvidaba imagen de otro anciano, sentado en una silla igual a esa, frente a un televisor igual a ese, con el codo apoyado en una mesa igual a esa. Recordó a su abuelo, a sus medallas fulgurantes como soles de oro y su voz cansada y monocorde que le decía que todo tiempo es el mismo y que solo somos la repetición de un sueño de Dios. Recordó a su padre, mirando la pared, perdido de loco en un sanatorio en las sierras. Se vio a él mismo, decrepito de viejo, volviéndose polvo frente a ese televisor. Vio a su hijo, envejeciendo en una silla como esa y a su nieto, sentado en un mundo futuro haciendo algo incomprensible para las mentes de nuestra época.
Pensó que todos los ríos van al mar alguna vez. Abrió la puerta y entró. Sus zapatos no le aconsejaron nada esta vez.

lunes, 12 de abril de 2010

XVI

La Torre es reliquia y palacio.
Templo de una religión olvidada.
Sus reyes son augures autómatas,
que miran eternamente el cielo,
contemplándolo sin entenderlo.

La observo con la nitidez que solo pueden tener mis sueños,
esos espejismos, más consistentes que la vigilia.
Brillante en la noche caótica.
Protegida por un campo de luz iridiscente,
como alas de miles de insectos
y que recuerda púas.

Un rayo golpea a La Torre.

Los augures caen al vacío,
Sus cabezas dislocadas extrañamente miran hacia el cielo
mientras se precipitan al barro.
El marfil es cenizas,
granizo de piedra,
latiendo luminoso en los refusilos.

Me acerco a los restos.
Los autómatas ahora son sólo chatarra,
sangrando aceite dorado.
Sus caras, incrustadas en suelo,
Aún miran las estrellas
Que ahora son sólo piezas de plata
titilando en la noche.

martes, 6 de abril de 2010

EL Juicio

El Palacio estaba por explotar de tan lleno que estaba. El lugar estaba a oscuras, envuelto en una niebla de humo de cigarrillo. En algún lugar, una banda destrozaba un tema con notable éxito. Lulla estaba sentada en el piso, apoyándose contra la pared y con una cerveza tibia en la mano. No muy lejos de ella, El Oruga adormecía a todos con el humo brillante de su narguile. El Chori se le acercó. Era un chico aniñado, obsesionado por demostrar que era un tipo peligroso, con calle y de temer. Vivía cerca de la terminal. “Te cuento algo, Lulla. Vos después lo decorás como mejor te guste. Total, mentir se te da bien” le dijo, y se sentó al lado de ella.
“El barrio ha cambiado mucho, Lulla. Antes nos conocíamos todos. Teníamos menos cosas, pero al menos podíamos salir a la calle con más calma. Los chorros tenían códigos, jamás afanaban cerca de su casa, ni dejaban que otros roben en el barrio. Ahora todo eso está muerto. Los pibes se drogan con todo lo que encuentran y te matan una vieja por diez pesos. No hay códigos, no hay barrio, no hay nada. Antes, éramos casi un país dentro de otro, ahora demasiado que somos un montón de gente peleándola para comer todos los días.
La historia del agente Sosa es la historia de muchos de los policías. Era un chico carenciado, marginal. De pibe, se había hecho hombre a las piñas. Había robado kioscos con los amigos, había enamorado chicas en los bailes, había sido arrestado y golpeado por la policía. En busca de un trabajo seguro, se metió a policía. El cambio es natural: para ellos, es sólo un cambio de bando. Pero los métodos, la forma de comportarse no cambia nada.
A Sosa amó su trabajo desde el comienzo. Disfrutaba la cuota de poder que venía con el uniforme. Le encantaba como los pibes del barrio contestaban balbuceantes y asustados sus preguntas, como las viejas lo trataban de usted. Pero por sobretodo, disfrutaba saber que el uniforme le permitía hacer lo que quisiera. Ponía la música a todo volumen, y los vecinos no decían nada. Insultaba a los chicos del barrio, y no le decían nada. Era el policía y tenían que respetarlo, pero por encima de todo temerlo. Y amaba que le tuvieran miedo.
Se peleó con la gente de la villa desde el comienzo. Al principio fueron maltratos a los chicos que salían o entraban por los callejones. Cacheos largos, en medio de gritos y chistes obscenos. Una vez encontró a uno con un teléfono celular y lo molió a palazos. No hacía falta hacerlo en público, eso marcó el divorcio de la gente del barrio con él. Si Sosa se dio cuenta de que había hecho algo malo, no se le notó. La gente del barrio lo evitaba, temerosa de provocarlo. Los chicos se callaban ante su presencia. Era temido, odiado, respetado. Él amaba todo eso.
Sosa era escrupulosamente deshonesto. Se consideraba, como casi todos los chicos que crecen en la miseria, un sobreviviente. Había vivido a base de ingenio, de aprovecharse de lo que la vida le podía regalar y de abusar de los que estaban más abajo que él. Como policía esas cosas no cambiaron para nada. No era corrupto, su escaso poder no se lo permitía, pero si conseguía cosas gratis en los kioscos, coimeaba a las despensas que vendían cerveza fuera de hora, a los motoqueros que no usaban casco, a los que vendían marihuana, y cualquiera que hiciera algo fuera de lugar. Robaba pequeñas cosas a los que chicos a los que cacheaba. Porquerías como celulares robados o monedas. Era un sobreviviente, y había llegado a la cima de la cadena alimenticia. El barrio entero era su pastizal, pensaba.
Un día se le escapó un tiro. El chico que cacheaba venía con algo más que un teléfono celular. Forcejeó con él. Sosa tenía la costumbre de tocarlos con la pistola cuando los cacheaba. Se le escapó un tiro que dio de lleno en el pecho del pibe. El fiscal no se interesó en la causa más que los diarios. Un par de semanas después, el asunto estaba tan muerto como el chico. Sosa se había defendido de un chorrito que venía de robar un kiosco a punta de pistola, razonaron los compañeros y el asunto pasó al olvido.
Los que no se olvidaron fueron los del barrio. Ya estaban hartos de él. No pasó mucho hasta que se constituyó el tribunal. Ahí donde el estado no garantiza la justicia, la gente se encarga de proveerla, Lulla. Y casi siempre, esa justicia se parece mucho a la venganza. El tribunal se constituyó en una casa como ésta, vieja y destrozada. Un vecino defendió lo mejor que pudo a Sosa, que obviamente no estaba. Una señora lo acusó de la muerte y de mil cosas más. Doce chicos fueron el jurado. Los jueces eran los tres hombres más viejos del barrio. Para la mañana estaba la sentencia.
Si había algo que Sosa odiaba, eran los policías honestos. En sus años como agente, había llegado a odiarlos desde lo más íntimos de su corazón. Aquéllos policías bien criados, venidos de casas en barrios de clase media, criados en una burbuja por madres diligentes y padres esforzados. No tenían ni idea de cómo era la vida en realidad. No comprendían el hambre, la marginación, el luchar para sobrevivir, no comprendían nada. Por eso eran honestos, porque daban todo por sentado. Para él, que había peleado por todo lo que tenía, la honestidad era un lujo de los que habían tenido todo. Una jactancia de los pudientes.
En eso pensaba cuando sintió el primer disparo. Entró por su pierna y la sintió como la picadura de un insecto. Una quemadura leve. Había imaginado que sería algo más doloroso. Pudo ver el chico que le disparaba. Un pibe que apuntaba a cualquier lado y tiraba balas como si fueran piedrazos. Salía de una despensa cuando Sosa se lo cruzó. El chico siguió tirando, tratando de cubrir su huida con tiros, como en las películas. Herido y todo, el policía tiraba mejor. Dos balazos dieron el chico y éste cayó instantáneamente, silencioso, muerto. Sosa salió del pilar de luz que lo cubría casi al mismo tiempo que se dio cuenta de que en realidad eran dos chicos. Quiso reaccionar pero ya era tarde. Nunca supo por donde entró la siguiente bala. Quedó tirado al lado del pilar, a seis cuadras de la casa donde nació.
La prensa se volcó al asunto con la prisa que tienen los medios por contar historias heroicas. La investigación avanzó al ritmo de la furia de la sociedad. El ladrón sobreviviente fue rápidamente aprehendido. Se pidieron penas más severas para los menores de edad, como siempre. El policía fue enterrado por sus compañeros y su esposa con todos los honores del caso. Todos destacaron la vocación de servicio de Sosa, la amistad que lo unía a la gente de su barrio su honestidad, su sentido de justicia.
Sólo aquéllos vecinos que habían participado del juicio sabían que Sosa era ahora algo más que eso. Ahora era lo que él odiaba. Y se reían entre dientes.”