sábado, 27 de junio de 2009

Rojo sobre rojo

el cielo arde
bajo el sol naciente.
Brillante rojo.

El cigarrillo
en la oscuridad es
un punto rojo.

Rojas las aves
se bañan en la fuente
ruidosamente.

La hojas rojas
tapizan el callejón.
Dorado tapiz.

Sueño despierto
con el rojo cabello.
Extraño tanto.

miércoles, 24 de junio de 2009

La Prágmatica

Duermo, estoy despierta. El pasar interminable de las horas en la carreta se vuelve hipnótico y no permite estar del todo alerta. El bamboleo su vuelve se vuelve un arrullo que invita a soñar. Cada sacudón me casi despierta, no puedo dejar de oír el rechinar de los flejes, el ruido de las ruedas de madera contra las piedras. No estoy del todo dormida, no estoy del todo despierta. Y soy acosada por las dos realidades.
Hiedo. El Sol y la Luna se alzan y caen como la marea. Llevo catorce días dentro de esta inmunda diligencia y los perfumes no logran ocultar el olor almizclado de mi sudor. El calor es insoportable, el polvo también. Las estancias se miden en Soles, según la cantidad de días que toma atravesarlas al galope. Estancia Cerro de Plata tiene ocho Soles de largo. Pero mis caballos no galopan mientras tiran de la carreta y la escolta me retrasa. Me toma catorce soles atravesar los campos de la estancia, catorce soles en los que apesto y me hipnotizo en mi cárcel-carreta.
Sueño. La carreta es crisálida en la que viajo envuelta y embebida de los jugos salobres de mi sudor. Floto por un camino que huele a sangre seca. Saco la lengua, pero sólo puedo saborearme a mi misma. La realidad-sueño no puede entrar en mi crisálida. No hay otro sonido que el crujir de ruedas y el rechinar de los flejes que me suenan lejanos y provienen de otro mundo. Nada interrumpe el flotar de la carreta-crisálida. No hay nadie aquí, no hay nada excepto el camino y el páramo. El sueño está domesticado.
El tiempo de los sueños es distinto al de la vigilia. Vuelve a lo importante, sin reconocer linealidad ni sucesión de causas-consecuencias. Mi carreta-crisálida reposa en uno de los asientos de la sala capitular de Estancia Fundación. Mi Yo-yo no está lejos, con su cuerpo frágil y sus movimientos exagerados de ciega nueva. Casi puedo ver a los presentes. Los Domesticadores enfundados en sus largas y pesadas túnicas negras, los Traficantes en sus fracs azules y los Adoradores bajo sus máscaras de plata. Yo-yo hago tintinear las piezas de plata que decoran el tocado cilíndrico de mi cabeza, el sonido me divierte, pero me retan y no lo vuelvo a hacer. No entiendo la solemne importancia del momento. Tampoco lo hacen los Traficantes, que lo ven como otro acto de gobierno destinado a influir en la economía ni los Adoradores que nunca acabarán de entender la terrible perpetuidad de una ley escrita. Solo entienden el Patricio Domesticador, sentado frente al escritorio y junto al tintero de plata, el Reverendo Devorador, sentado a su izquierda y yo-ELLA dentro de la carreta-crisálida lo comprendemos. Suena una campanilla, varios presentes se llaman a silencio. Se lee la Pragmática. La multitud se pierde en el laberinto de artículos que parecen no tener sentido para nadie salvo para los Domesticadores. El Domesticador toma la pluma y firma. Todos aplauden y sonríen como es de rigor. No aplaude el Patriarca Domesticador, que debe mantener su inmóvil autoridad, ni el Reverendo Devorado que comprende la tarea que le espera ni yo-ELLA porque no puedo moverme dentro de mi carreta-crisálida. Yo-yo suspiro y pregunto que acaba de pasar. Se acaba de firmar La Pragmática, la que prohíbe que lo imaginario se confunda con lo verdadero, le dice alguien.
Yo-ELLA percibo la presencia de otros soñadores. Son muertos ahora, pero su presencia se siente en el acto, untados en las vigas de Estancia Fundación. Están felices. Los Domesticadores son estúpidos, dicen. Cierran la frontera de los sueños y se aíslan en la realidad lineal y subjetiva. Estúpidos, les digo susurrando para no interrumpir el acto. ¿No se dan cuenta que los Domesticadores no se prohíben cosas para ellos nada más? Podrán ser sacerdotes, pero ante todo son níveos. Cuando prohíben, ya nadie más puede hacerlo. Cuando obligan, todos deben cumplir. No entienden, no entienden. No pueden ver la mirada sombría del Devorador, que se prepara para su tarea. No pueden entender, demasiado tiempo soñando para entender que aquellos que no sueñan no crean y solo matan.
La Pragmática nos volvió verdugos, Excelentísima Ciega. Prohibió el soñar, pero nos permitieron hacerlo para volver a lo imaginario un yermo vacío, un desierto que vigilamos. El Domesticador no cree en los sueños, pero no se atreve a regalar un frente de batalla a sus enemigos. Somos verdugos de criminales que en teoría no existen.
¡Cállate! ¡Sal de mis sueños ahora! No contamines el débil soñar que puedo lograr en mi carreta crisálida. Espérame en tu celda de Estancia Fundación. Quédate en un lugar por una vez, en lugar de derramarte por todas partes. Como de costumbre, hasta en tu dolor te crees importante. Cuando dices verdugo, quieres decir VERDUGO. Como si fueras un magno homicida destinado a una infatigable tarea. No eres más que un jaguar que espera que aparezca entre los árboles que los incautos aparezcan para comértelos. Cuando no podías derrotarlos dormidos, los buscabas despierto y los despedazabas para que no volvieran a soñar. No hemos sido verdugos ni homicidas. Sólo hemos sido perros, ladrando y mordiendo a cualquiera que quisiera cruzar la cerca que La Pragmática ha puesto en el mundo imaginario.
La carreta se para. El sacudón me despierta. ¿Llegamos? No, Excelentísima, acabamos de entrar en los terrenos de Estancia Fundación. LA Casa Larga está a tres Soles de camino.
Tres días…tres días me separan del Devorador, del monje caníbal, del soñador asesino, del maestro. Lo odio y quiero verlo. Lo adoro y quiero que muera.
Percibo un olor. Mi esclava no lo nota, por suerte. Siento algo húmedo y simulo dormir.
No es sudor. Me estoy meando.

domingo, 21 de junio de 2009

Politica de La Ciega (fragmento)

Llueve y hace frío. El barco se mueve de lado a lado y de atrás hacia delante, aunque no tanto como debiera. No es uno de esos barcos arbóreos, pequeños y ágiles, que remontan las olas subiéndose a sus lomos. Son barcos domesticadores, inmensos, pesados, gráciles, que rompen las olas y abren surcos en las aguas, como enormes arados que siembran domesticación en un mar que se cree fuerte por ser indómito y misterioso.

El barco se mueve, ningún jaguar disfruta del movimiento del piso que lo sustenta. Lo pone nervioso, alerta, como si el océano debajo estuviera a punto de atacarlo. Sueño, estoy despierto. La vigilia y la alucinación están mezcladas. No se puede solamente soñar cuando la realidad se mueve, sólo se logra estar en un estado entre las dos realidades, confuso y atormentado por los monstruos de dos mundos distintos.

En otra parte del camarote-celda-en-movimiento se escucha la risa de una niña. Miro hacia allá. Una bruma gris salta y se desliza por el lugar, para caer en el regazo de la niña que brilla bajo la luz de la miríada de cuentas y pedazos de plata que cuelgan de sus orejas y su complicado tocado. Su máscara arde bajo un fuego helado, blanco, crepuscular. La máscara ni tiene ojos, su dueña tampoco. No es ninguna niña, los hongos me confunden. Es La Ciega, la que se ríe es lo que queda de la niña que late dentro suyo, de la cual la monstruosidad que hemos creado se alimenta.

La Ciega entiende el mundo como nadie, es el fruto más perfecto de nuestra domesticación. No es nívea ni arbórea, sino una mezcla de las dos sangres, y percibe un mundo mezclado como nadie puede hacerlo. Su lado níveo, cruel y frío como las tierras de donde vino su padre es calculador y pragmático, rápido en el pensamiento, hábil en la negociación y absolutamente fiel a la doctrina del Domesticador. Su lado arbóreo, rico en imaginación y misterio como las selvas de su madre, es noble y altanero, y comprende la realidad que yace en los sueños, la fuerza de los antepasados y la sabiduría de los espíritus. El efecto es devastador para sus enemigos. No hay pliegue de la realidad donde puedan ocultarse de ella.

La niña ríe, y ladea la cabeza. Por un momento no es ELLA, sino la niña frágil y aterrorizada que metieron en un barco y enviaron lejos para que sobreviviera a mi venganza. Es la niña que creía ver y aún no estaba ciega y con los ojos abiertos. Sepan los Dioses las payadas que hablan, para que ELLA exponga una debilidad de ese modo. ¿Le pasa algo, Reverendo Devorador? No, Excelentísima Ciega, no quise interrumpirla en sus juegos. Oh, no interrumpe si quiere decirme algo, Reverendo. Pocas cosas suelen ser más importantes que lo que el Reverendo puede concebir desde los sueños. No tema, Excelentísima, si tengo algo importante para decir, lo diré. La Ciega me mira sin poder verme, sin poder percibirme. Oigo el ruido del aire forzando la entrada en la fielísima nariz de ELLA. No puede olerme, eso siempre la aterró y la llenó de odio, no me puede oler, casi no puede oírme. Soy lo único para lo que ella permanece ciega de verdad.

Es verano y estoy en otro barco. La sumaca cruje mientras parecer ni siquiera moverse por un río quedo como un espejo. Las horas muertas de la tarde no pasan, el calor no cesa. La Ciega huele al almizcle de su sudor mezclado con los perfumes que usa para tratar de ocultarlos. Yo debo apestar, y así y todo ella no puede olerme. ¿Por qué no puedo, Reverendo Devorador? Porque no puedes qué, niña. ¿Por qué no puedo olerlo, Reverendo Devorador? Francamente, niña, no se realmente el motivo. Me han dicho que los jaguares no son fáciles de oler, pero tú hueles hasta a los fantasmas. Quizás aún tienes la nariz llena con las cenizas de cuando quemé tu casa. La niña ladea la cabeza, nerviosa. Aún no es ELLA, pero falta poco. Quizás sea eso, Reverendo Devorador, quizás tengo impreso su olor y su rostro quemados en el alma desde esa vez, y me niego a olerlo ahora. Quizás.

¿Qué recuerda, Reverendo Devorador? Esa vez que tuvimos que viajar juntos, por el Río Selva. Ah…, lo recuerdo. Yo aún creía que el pasado no era una distorsión del presente, que el futuro era algo deseable y que el Reverendo Devorador era un mal necesario. Y yo aún creía que la Excelentísima era una pobre niña ciega. La risa de La Ciega resuena en el camarote, la niebla toma forma de gato y huye a un rincón. La risa no es la de una niña, ni es la de una adulta. Es la risa de un monstruo, suave y peligrosa a la vez. Como el jaguar mismo.

miércoles, 10 de junio de 2009

Los Clonadores

Cuanto la amé. Como disfrutaba su silencio, como su presencia calmaba mi espiritu. Como me dolió su partida, su rechazo, su odio.
Por eso, antes de que se fuera, tomé una sola célula de su cuerpo. Quizás para amarla de nuevo.

sábado, 6 de junio de 2009

Fiesta de ver la Luna

Ciudad de las Estrellas. Fiesta de ver la Luna en el Barrio de los Príncipes del Caucho. Todos los Níveos asistían al baile. Ahí estaban todos los magnates del caucho y la sal, enfundados en sus apretados fracs negros, transpirando bajo el peso de sus enaguas, momificados por sus uniformes azules. Los Hiperbóreos los admitían en sus fiestas, más no los querían. Algunos los veían como un amo nuevo, un amo de tantos que habían venido a la Selva de las Estrellas a mandar, para luego ser derrotados por el siguiente amo. Otros, la inmensa mayoría, los veía como niños inocentes. Pobres criaturas provenientes de culturas que tenían sólo un par de generaciones de hombres en su pasado. Los Hiperbóreos eran mejores: su cultura se arraigaba en el inicio del tiempo, su arte estaba grabado en los albores de la civilización. Los pobres níveos, pálidos en la noche festiva, colorados bajo el intenso Sol de la Selva de las Estrellas, apenas podían saber que era la civilización. Pobres criaturas, creídos los dueños del mundo cuando sólo eran unos niños que estaban de paso, como tantos otros.
Todos eso pensaba Cuauhtli cuando miraba a una bella chica nívea que no debería pasar los quince años. Tenía el cabello rojo como el fuego, lo que causaba revuelo y gracia en los Príncipes del Caucho hiperbóreos, y las manos y el rostro de un fantasmal color blanco. Su vestido azul intentaba darle una belleza altiva a su cuerpo lánguido y delicado. Cualquiera podría haber dicho que estaba enferma y que moriría en poco tiempo, consumida por el fuego de su cabello. Para los estándares hiperbóreos, era una criatura con el color de un fantasma y la belleza de un caballo. Pero a Cuauhtli le gustó ver que estaba alejada del grupo de las niñas níveas, con un aire aburrido. Se le acercó, dispuesto a impresionarla.
Quería ver los ojos marrones de la joven abrirse enormes cuando él le explicara que su estirpe había combatido contra los gigantes y los dragones en la Cruzada de los Desiertos, que su pueblo no sabía de donde había venido porque hacía tantos siglos de ello que no lo recordaban, quería contarle de ciudades enormes abandonadas en la selva por pueblo de los que se había perdido toda memoria. La chica escuchó con aire aburrido. No le interesaban los logros pasados de los hiperbóreos, le explicó. Para ella, cualquier pueblo que se vanagloriase de su gloria pasada era como un anciano que contaba anécdotas mientras la Muerte le tocaba la puerta. En su lugar, la chica le contó entusiasmada de las impresionantes máquinas que había visto durante su paso por las grandes capitales níveas. Le contó de barcos de acero del tamaño de enormes palacios, de imprentas que guardaban toda memoria humana en papel, para que nada se perdiese, de rifles capaces de matar a un elefante desde una distancia segura, de cables que llevaban la voz humana de un continente a otro. Las Fiestas de mirar la Luna estaban bien para los hiperbóreos, su civilización estaba más ocupada pensando como llegar a ella.
La chica se divirtió mucho hablando con Cuauhtli, y lo invitó a visitar la casona familiar cuando pudiera verlo. Su familia recibía los Sábados. A diferencia de los padres hiperboreos, los níveos estaban atados a rigidas normas de etiqueta para salvar el decoro de sus hijas. Lo dejó sólo, parado, mientras era llamada por su enorme y sonrosada madre.
Cuauhtli se quedó en el lugar, sin saber qué hacer ni qué sentir. No podía odiar a la joven por hablarle de esa manera. No podía quererla por haberle mostrado la verdad tampoco. Los níveos no eran idiotas: se ocultaban tras la máscara de la idiotez para poder conquistar el mundo más fácilmente, mientras los demás creían que sólo estaban de paso. Y su cultura era mucho más joven pero por eso más veloz y cambiante, mientras que la suya se moría de vieja.

lunes, 1 de junio de 2009

Nieve

Mientras repone azúcar, José piensa en la nieve.

El trabajo es tan simple que le permite a su imaginación vagar.

Hace frío y todo el personal luce chalecos negros como las manos sucias de los repositores.

Pablo contempla como cae el azúcar del paquete roto, y piensa en la nieve.

Dale culeado, le dice el de limpieza. Un muchacho de rostro curtido y uniforme celeste. No seas tan mugriento che, que me quiero ir. Pero José no lo escucha.

En ese mismo instante, en el pago, la nieve se posa silenciosa sobre los tejados. En supermercado, el azúcar cae susurrando inaudiblemente.

Nieva acá, nieva allá, murmura José.

El súper es el pago, por un instante.