Llueve y hace frío. El barco se mueve de lado a lado y de atrás hacia delante, aunque no tanto como debiera. No es uno de esos barcos arbóreos, pequeños y ágiles, que remontan las olas subiéndose a sus lomos. Son barcos domesticadores, inmensos, pesados, gráciles, que rompen las olas y abren surcos en las aguas, como enormes arados que siembran domesticación en un mar que se cree fuerte por ser indómito y misterioso.
El barco se mueve, ningún jaguar disfruta del movimiento del piso que lo sustenta. Lo pone nervioso, alerta, como si el océano debajo estuviera a punto de atacarlo. Sueño, estoy despierto. La vigilia y la alucinación están mezcladas. No se puede solamente soñar cuando la realidad se mueve, sólo se logra estar en un estado entre las dos realidades, confuso y atormentado por los monstruos de dos mundos distintos.
En otra parte del camarote-celda-en-movimiento se escucha la risa de una niña. Miro hacia allá. Una bruma gris salta y se desliza por el lugar, para caer en el regazo de la niña que brilla bajo la luz de la miríada de cuentas y pedazos de plata que cuelgan de sus orejas y su complicado tocado. Su máscara arde bajo un fuego helado, blanco, crepuscular. La máscara ni tiene ojos, su dueña tampoco. No es ninguna niña, los hongos me confunden. Es La Ciega, la que se ríe es lo que queda de la niña que late dentro suyo, de la cual la monstruosidad que hemos creado se alimenta.
La Ciega entiende el mundo como nadie, es el fruto más perfecto de nuestra domesticación. No es nívea ni arbórea, sino una mezcla de las dos sangres, y percibe un mundo mezclado como nadie puede hacerlo. Su lado níveo, cruel y frío como las tierras de donde vino su padre es calculador y pragmático, rápido en el pensamiento, hábil en la negociación y absolutamente fiel a la doctrina del Domesticador. Su lado arbóreo, rico en imaginación y misterio como las selvas de su madre, es noble y altanero, y comprende la realidad que yace en los sueños, la fuerza de los antepasados y la sabiduría de los espíritus. El efecto es devastador para sus enemigos. No hay pliegue de la realidad donde puedan ocultarse de ella.
La niña ríe, y ladea la cabeza. Por un momento no es ELLA, sino la niña frágil y aterrorizada que metieron en un barco y enviaron lejos para que sobreviviera a mi venganza. Es la niña que creía ver y aún no estaba ciega y con los ojos abiertos. Sepan los Dioses las payadas que hablan, para que ELLA exponga una debilidad de ese modo. ¿Le pasa algo, Reverendo Devorador? No, Excelentísima Ciega, no quise interrumpirla en sus juegos. Oh, no interrumpe si quiere decirme algo, Reverendo. Pocas cosas suelen ser más importantes que lo que el Reverendo puede concebir desde los sueños. No tema, Excelentísima, si tengo algo importante para decir, lo diré. La Ciega me mira sin poder verme, sin poder percibirme. Oigo el ruido del aire forzando la entrada en la fielísima nariz de ELLA. No puede olerme, eso siempre la aterró y la llenó de odio, no me puede oler, casi no puede oírme. Soy lo único para lo que ella permanece ciega de verdad.
Es verano y estoy en otro barco. La sumaca cruje mientras parecer ni siquiera moverse por un río quedo como un espejo. Las horas muertas de la tarde no pasan, el calor no cesa. La Ciega huele al almizcle de su sudor mezclado con los perfumes que usa para tratar de ocultarlos. Yo debo apestar, y así y todo ella no puede olerme. ¿Por qué no puedo, Reverendo Devorador? Porque no puedes qué, niña. ¿Por qué no puedo olerlo, Reverendo Devorador? Francamente, niña, no se realmente el motivo. Me han dicho que los jaguares no son fáciles de oler, pero tú hueles hasta a los fantasmas. Quizás aún tienes la nariz llena con las cenizas de cuando quemé tu casa. La niña ladea la cabeza, nerviosa. Aún no es ELLA, pero falta poco. Quizás sea eso, Reverendo Devorador, quizás tengo impreso su olor y su rostro quemados en el alma desde esa vez, y me niego a olerlo ahora. Quizás.
¿Qué recuerda, Reverendo Devorador? Esa vez que tuvimos que viajar juntos, por el Río Selva. Ah…, lo recuerdo. Yo aún creía que el pasado no era una distorsión del presente, que el futuro era algo deseable y que el Reverendo Devorador era un mal necesario. Y yo aún creía que la Excelentísima era una pobre niña ciega. La risa de La Ciega resuena en el camarote, la niebla toma forma de gato y huye a un rincón. La risa no es la de una niña, ni es la de una adulta. Es la risa de un monstruo, suave y peligrosa a la vez. Como el jaguar mismo.
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