La mañana en la Ciudad Vieja es larga y pesada, como la de los ancianos a los que les cuesta despertarse, y pasan largas horas de sopor acostados en sus catres. En la Ciudad Nueva, por otro lado, la mañana arranca enérgica y ruidosa, como los jóvenes. Desde aquí puede oírse el Barrio del Mercado y el de los Adoradores. Llega como un murmullo, como el sonido de cientos de hojas secas movidas por la brisa. Es en realidad un fragor ensordecedor, una sinfonía caótica de miles de voces humanas, de mugidos, vagidos, ruedas crujientes, pasos, gritos, graznidos y chillidos. Es una vorágine de sonido que llega suave, amortiguada por la distancia y los muros que nos separan.
Antes, cuando vivía en ese ruido, era un literato, un panfletista. Ahora soy un sabio. Los Domesticadores me prohibieron publicar y me encerraron aquí, en el Palacio Viejo. Hicieron bien, no les guardo demasiado rencor. En su situación yo hubiera hecho lo mismo, o más. Ahora, encerrado en una habitación de un Palacio tan decrepito como la corte que lo habita, ocasionalmente veo hacia la ciudad y la extraño.
Publicaba panfletos contra la nueva religión, escritos de los que me avergüenzo por su falta de estilo, por su exceso de palabras complicadas. Creía como todos los jóvenes que un lenguaje rico es sinónimo de verdad, y que si quieres convencer a alguien debes usar palabras inextricables pero sonoras. Ahora, viejo, me doy cuenta de que hay una palabra justa para cada cosa, y que sólo esa palabra puede usarse si se quiere decir otra cosa que no sean mentiras. Soberbios, cuando ganaron la guerra, los Domesticadores no me mataron. Me enterraron vivo en un palacio convertido en ataúd, donde metieron al Príncipe Gobernante y a todos aquellos que no podían permitirse dejar con vida, pero que tampoco podían matar. Nos dejaron aquí, tras estos muros, a vivir una pobre imitación de la vida, un remedo de muerte.
Los viejos Adoradores ya hace mucho están muertos. Se levantan y acuestan, comen y hablan, discuten y juegan sin pasión alguna, por pura rutina. Tienen que moverse, pues creen que la vida están en el movimiento y temen que si no se levantan estén muertos en serio. Los guardias no les prestan atención, los esclavos apenas los miran, son fantasmas viviendo en un mundo tan lúgubre y oscuro como sólo el Viejo Palacio puede serlo. Pero yo no, yo soy libre.
Antes, vivía en la ciudad. Como todos, creía que mi vida era tan valiosa como las demás, me creía inteligente y despierto. Escribía con maestría, discutía con elegancia y sabiduría y hablaba con delicadeza. Era un Adorador de excelentes cualidades. Vivía inmerso en un mundo sonoro y luminoso, casi nunca tenía un momento de soledad ni de aburrimiento ni de ocio. Los Domesticadores me sacaron todo eso y me encerraron aquí, si supiera de lo que me han librado, me dejarían en libertad.
Ya no hay miles de voces que se mezclen en mi cabeza, sólo la limpia y cara voz de mi conciencia me interrumpe en mis pensamientos. Ya no hay risas fingidas ni fiestas agobiantes ni comidas ni pasiones que nublen mi pensamiento. Ya no hay juegos que ocupen mi tiempo. Sólo existe el pensamiento, sólo la razón ocupa todo mi tiempo. Ahora, preso, soy más libre de pensar que antes, veo las cosas más claramente, más ordenadamente. Me doy cuenta de que existe una razón detrás de cada cosa, de que los dioses no hacen las cosas porque si. No puedo ver el futuro frente a mis ojos como los videntes, pero mi razón me lo muestra con igual claridad. Mis ideas de antes ahora me avergüenzan por lo simple que eran, como me hacen reír las ideas de los níveos, tan pobres y simples. Quizás ellos también necesitan algunos años de prisión para pulir sus pensamientos y volverse los inteligentes amos del mundo que pretenden ser.
He viajado más que nunca estos años, caminando por los senderos de mi imaginación, he escrito poemas de una maestría que los guardias que queman puntualmente todo lo que escribo lloraban de pena al leer de reojo los primeros versos. Conozco el movimiento celeste de una manera todavía más precisa que la de los augures, he ideado máquinas maravillosas, pintado retratos bellísimos, inventado idiomas tan sonoros y poéticos que parecían cantos de aves. Preso resulta que soy libre del mundo, y por ello quizás sea mas humano que el resto.
Hace unas semanas, el guardia trajo a una cortesana del Palacio de Mando. No recuerdo su nombre, sólo que estaba ciega. La niña –porque me pareció una niña- me dijo que había leído alguno de mis versos, y que trataría de que el Príncipe Gobernante –no el anciano que vive en este palacio muerto, sino el que vive en el nuevo- me indultara y me llevara a la corte. Mi talento no podía desperdiciarse entre muros, ni quemarse todas las noches, me dijo.
No le presté atención, le pedí que se retirara. Seguramente creyó que yo seguía leal a mis valores de antaño y que para mi aceptar algo de una Domesticadora aún me era imposible. Si fue así, se equivocaba. No necesito que me den la libertad, yo ya soy libre. Acaso ella debería pedirme a mi que la libere de esa ciudad ruidosa, de esa religión complicada, de esa cárcel de piel y huesos en la que se encierra y se arruina todo los días un poco. Acaso algún día lo haga
Acaso mañana salga el sol.
Cara Berlangganan WeTV
Hace 1 año
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