Derrotados los ejércitos de los Príncipes rebeldes, depuesto el Príncipe Gobernante, ejecutados sus generales, violadas las vírgenes de los templos, saqueados los palacios por los ejércitos victoriosos, sólo quedaba torturar a los sacerdotes y los escribas de las cortes rebeldes. En ese momento, los torturadores níveos vieron los tatuajes que serpenteaban por el cuerpo de Pies Azules. Los negros caracteres prometían maldiciones a quienes tocaran el cuerpo escrito del escriba. Los Domesticadores afirmaban no creer en las promesas de dolor de los escritos, pero por si acaso no torturaron a Pies Azules como lis usos de la guerra lo ordenaban. En su lugar, lo encerraron en una habitación subterránea de lo que antes había sido el Monasterio Casa de las Palomas y ahora es la Casa Larga, la prisión donde los níveos olvidan a quienes no se atreven a matar.
La celda era húmeda y oscura, pequeña y silenciosa. Una puerta cerrada a cal y canto la clausuraba. Se cerraron todos los agujeros de ratas y otros animales inmundos, no se dejo resquicio por donde la luz y el exterior pudieran pasar. Se limpió las piedras con polvos mágicos para que los sueños no pudieran salir o entrar. Un plato de madera pasaba por una rendija de la puerta dos veces al día, permitiendo a veces que una brizna de luz entrara.
Pies Azules sabía perfectamente el motivo de tan celoso encierro. No podían tocarlo sin maldecirse y había considerado eso como una victoria. Pero a los pocos meses, empezó a creer que las torturas físicas hubieran sido mejores. Alimentado a intervalos aleatorios, no podía organizar su cuerpo a un ciclo de sueño coherente. La falta de luz y sonido agudizaba sus otros sentidos, trastornando su mundo. A veces, llegaba el olor a humo de alguna cocina no demasiado lejana. La tibiez del sol calentaba las piedras y le hacían recordar el día. No pasó mucho tiempo hasta que se encontró hablando solo. Pequeños comentarios al principio, donde se felicitaba por el ingenio de algún pensamiento jocoso. Largos diálogos después, donde discutía consigo mismo de temas que en la oscuridad absoluta de la celda parecían ser de otro mundo. EN un arrebato de conciencia, abandonó esos diálogos. Era lo que los Domesticadores querían: que enloqueciera. Esa sería su tortura, el encierro perpetuo en la cárcel de la locura. El abatimiento y la oscuridad lo sumieron en sus pensamientos más que nunca. Sentía que peleaba su propia guerra personal, distinta de esa rebelión masiva contra los níveos, distinta de esa campaña impresionante, de esa sensación de camaradería, de esa derrota increíble, de ese calvario infinito. Era una guerra personal sin aliados ni enemigos visibles. Una guerra contra lo que los níveos querían, nada más que eso.
Para pasar las largas horas de vigilia a oscuras, se puso a repetir una y otra vez los versos y poemas que conocía. En otro tiempo había aprendido las formulas sagradas y otros textos igualmente musicales y sagrados. Los repetía una y otra vez, todas las horas. Los repetía en murmullos mientras se dormía, hasta que lo vencía el sueño, los repetía en su mente cuando comía. Los cantaba a los gritos para escuchar su voz retumbar contra las paredes ciegas. Los repetía hasta que las silabas se mezclaban, los sonidos se unían, los símbolos se desdibujaban y se volvían una sola mezcla informe, multisonora, que era todas las palabras y ninguna. Los repetía hasta que se volvían el siseo de una serpiente, el zumbar de un mosquito, la brisa soplando imperceptiblemente, el susurro del pasto cuando crece…
De repente se topó con el lenguaje de Dios. Los sonidos que son lenguaje de los níveos y los hiperbóreos. Las palabras que son la lengua del río y del chacal. Los símbolos que en realidad son la rosa y la piedra, y la muerte y las estrellas. El idioma que es todos los dioses y todos los hombres y todas las cosas que son, que fueron y podrían haber sido. Murmuró las palabras que eran su celda y los níveos que la vigilaban, y eran los Adoradores rebeldes, los escribas muertos y los Esclavos de Batalla. El idioma que evocaba el amor porque amaba y refería al odio porque lo era. Dejó de comer, porque la comida no hacía falta porque las palabras eran saciedad y hambre. De dormir, de cantar, de moverse, de defecar, porque las palabras eran el sueño, el canto, el movimiento y las heces.
Los carceleros lo dejaron ser unos días, hasta que llamaron a las Patricias. Las eminentes doctoras, de túnicas negras y guantes rojos le diagnosticaron neurosis, provocada por el encierro. Los trasladaron a Estancia Fundación, donde el aire y la solitaria calma de la llanura quizás podrían curar sus males.
Todavía se lo ve por allí, viejo y desdentado. Con la piel ajada y curtida, atravesada de tatuajes negros, sentado en alguna esquina oscura.
Murmurando.
Cara Berlangganan WeTV
Hace 1 año
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