El día había terminado tarde y la noche se prometía igualmente eterna y fría. Mariano se movió en la cama por enésima vez. Esta vez su brazo era lo que lo molestaba. Por mucho que intentara, no encontraba una posición en la que estuviera cómodo, el brazo siempre estorbaba, siempre estaba demás. Era un signo claro de su dificulta para dormir esa noche: cuando tenía sueño, cualquier posición en la que cayera su cuerpo era lo bastante cómoda como para que durmiera. No era este el caso y se preguntaba porque Dios no lo había dotado de brazos extraíbles.
Los sonidos lo perturbaban. Su naturaleza curiosa jugaba en su contra por las noches. El silencio nocturno se logra gracias a la mezcla justa de sonidos súbitos y breves. El rumor del agua de un inodoro que corre por la cañería, el golpe seco de la puerta de un placar que se cierra con fuerza, el golpe de un taco o de un zapato contra el parqué del piso de arriba. Mariano vivía en un departamento insonorizado, como correspondía si quería dormir alguna vez en su vida. Pero los sonidos, breves y espaciados que hacían al silencio, que se producían en el edificio aun le llegaban como el recuerdo de un mundo lejano que trataba de dormir como él. Cada sonido lo distraía de su cansancio, lo obligaba a concentrarse en el él hasta que moría y se volvía un recuerdo. Estaban separados por un tiempo suficiente para ser olvidados, pero no lo suficiente como para poder dormirse antes de que otro despertara su curiosidad y su concentración nuevamente.
La cacofonía de un tema melódico lo hartó. Se levantó de la cama, sabido que era completamente inútil tratar de dormirse. Sabía bien que hacía mal, su médico le había aconsejado permanecer acostado. Además, le había dado unas tabletas sedantes que producían un efecto inmediato. El sueño químico, pesado, inconsciente, largo, parecía más bien el coma de Blancanieves que el sueño que él quería alcanzar. Prefería adelantar trabajo antes de sumergirse en ese mar químico del soporífero.
Fue al living con el departamento a oscuras. Las luces recién reaccionaron cuando entró a la habitación. Había programado el resto de las luces de la casa para no encenderse automáticamente, así no lo hacían cuando él iba a al baño medio dormido y acababan por despertarlo del todo. La habitación blanca y los muebles del mismo color solo acentuaban el frío que la pobre calefacción no lograba mitigar. Unos pocos adornos azules magnificaban el efecto. Como un pobre recordatorio del color, unas flores violetas se erguían en un jarrón que parecía de manteca. Gritó por un té y pudo oír el sonido del fuego al encenderse. Así de silenciosa se encontraba la habitación.
Se sentó, hipnotizado por el cansancio. Por unos instantes que a él le parecieron una eternidad, se dedicó a escuchar el siseo del gas ardiente y el creciente zumbido del samovar. El té sanguiolento cayó en la taza de cristal y plata. Luego de mirarla humear unos instantes, instintivamente tocó el vidrio de la ventana para purificarlo. El vidrio negro se esclareció hasta que sacó la mano. La ciudad insomne seguía brillando ahí. Miles de carteles de neón parpadeaban en la noche como flashes continuos. Verdes, rojos, rosados, azules, latiendo caóticamente. En el cielo sin luna ni estrellas, los infinitos edificios de cristal negro brillaban y se mecían con la brisa. El brillo de la ciudad, dorado y penetrante, se metía en el departamento eclipsándolo todo. Mariano quedó encandilado por un instante, fascinado por la escena y luego oscureció el vidrio. Ese era el problema: ¿Cómo dormir en una ciudad que nunca duerme? ¿Cómo considerar que dormir es algo bueno y necesario si la ciudad en la que y por la que vivimos no lo hace? Tomó la taza y la miró a trasluz. El té parecía sangre y lo era. Sangre que le devolvía un poco de la vida que el insomnio le robaba, sangre nueva y eterna, sin pecado concebida.
Tomó el aparato. Puso algo de música y abrió las páginas. Los hologramas bailaron ante sus ojos por un instante antes de que pudiera reconocer que eran. La melodía electrónica no lograba tapar la cacofonía de la música del piso de abajo.
Reconoció el ritmo en un atisbo de conciencia. Su vecina había comprado un antiguo tocadiscos y se divertía con él con la pasión de una niña con un juguete nuevo. Se despertó al darse de que dormía y que la canción era del Nano Serrat.
Antonio, ya no Mariano, salió de su cama mecánicamente y fue al baño. Sentía el cuerpo húmedo de sudor. Su gato dormía plácidamente, al parecer sin haberse enterado de nada. Abrió el botiquín no sin antes mirarse las ojeras en el espejo. Sacó las pastillas y tomó otra dosis.
A veces las pesadillas son algo terrible, pero no debe haber peor que soñar que se está insomne en una ciudad igualmente insomne, se dijo mientras se acostaba.
Cara Berlangganan WeTV
Hace 1 año
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