miércoles, 31 de marzo de 2010

El Gringo

A Sil siempre le tocaba entrar a las siete de la mañana a trabajar. Había sido elegida por ser responsable, madura, por salir poco y por sobretodo porque jamás se oponía a que le tocara trabajar tan temprano. Muy distinto de El Chori, que las pocas veces que trabajó un sábado a la mañana llegó ebrio y sucio, o de El Mohicano que directamente faltaba. Sil era responsable y sumisa y por eso a las siete de la mañana abría la fiambrería del local de ruta 9.
Abrir un sector es un proceso rutinario, diario y molesto. Consiste en revisar que todas las máquinas estén limpias, colocar la mercadería fresca (los yogures, los flanes, los quesos feteados) que se guardo en las enormes heladeras del depósito en las exhibidoras, revisar los precios, preparar las ofertas. En resumen, preparar el sector para recibir clientes. Es un trabajo molesto por la misma rutina y para Sil lo era más porque lo hacía sola y a las siete de la mañana.
Igual, uno nunca está del todo solo en su trabajo, siempre se puede hablar con alguien. EN el caso de Sil, ella hablaba con El Gringo, el carnicero. A él también, por ser el más nuevo y estar todavía pagando el derecho de piso, le tocaba abrir su sector. Abría la carnicería. Era un chico taciturno, apagado. Aunque quizás eso era porque trabajaba temprano y aún tenía sueño. En lo personal, Sil pensaba que su personalidad pagada era más bien una máscara, una forma de protegerse contra los clientes exigentes y agresivos, una forma de escapar del estrés del trabajo. Él era callado porque no estaba ahí, sino que su alma, su mente, estaban en otro lugar.
“El Gringo llega tarde” pensó Sil. Era raro que eso pasara, de hecho era la primera vez. El local aún no había abierto, de todos modos. Aunque ya habían un par de viejas en la puerta, esperando. El guardia, ese día era El Mono, y miraba a Sil con la degeneración de costumbre. Ella no le hacía caso, mientras menos bola le diera mejor. Pero El Gringo no llegaba. Y eso, por alguna razón ponía nerviosa a Sil. Llámenlo un sexto sentido, intuición femenina, pero Sil estaba preocupada esa mañana. “Che, Mono, ¿No llegó El Gringo todavía?” le preguntó al guardia, que miraba por el ventanal. “No che, que raro…” le contestó. Sil se fue a buscar quesos frescos al depósito. Aún no podía sacarse esa sensación de preocupación que le apretaba la nuca. Quizás era el stress, después de todo aún no había tenido vacaciones. Pero igual, sus sentidos estaban alerta y se sentía fastidiosa, como esperando que pasara algo.
Cuando volvió al Salón, El Mono le abría la puerta al carnicero. Se saludaron silenciosamente, con un par de comentarios graciosos sobre el motivo por el que había llegado tarde. “Eh, Gringo, como andas” le dijo Sil cuando él pasó hacia el depósito. “¿Qué pasó?” le preguntó. “nada”, contestó él sin mirarla, mientras entraba por la pesada cortina de plástico. “La moto no quería arrancar”.
Lo volvió a ver cuando salió del depósito con las bandejas de carne para poner en las exhibidoras. Parecía más pálido que de costumbre, pero por lo demás era el de siempre. Sil se alivió un poco. “Tas pálido, negro” le dijo como por decir algo. “Noche movida” le dijo El Gringo, sonriendo. Parecía más alegre que de costumbre. Como si la máscara que se ponía para venir a trabajar se le hubiera caído o no la hubiera traído puesta, pensó Sil. Se pusieron a charlar. El Gringo había ido al baile la noche anterior. “Que pedazononón que me alcé” le dijo, con un gesto ampuloso, totalmente extraño en él y que alegró mucho a Sil. Es un flaco piola, después de todo, pensó. Charlaron sobre el baile un rato, sobre los grupos que le gustaban y sobre lo mucho que les gustaba salir cuando eran más jóvenes. El Gringo se fue al baño con un “ya vuelvo” y Sil siguió en lo suyo.
“Oh, ¿Dónde está el gringo?” preguntó La Encargada. “No sé, che. Se fue al baño hace un rato. Capaz que se durmió, andaba medio pálido” le contestó Sil. Su sensación de nerviosismo volvió mientras decía estas palabras. Afuera, el amanecer era dorado y plateado, y las viejas insomnes miraban desde los ventanales esperando para entrar.
Pasó una hora, y la carne seguía a medio colocar en las heladeras. La Encargada le pidió a Sil que acomodara las bandejas. Evidentemente El Gringo se había ido, en el baño no estaba. “Yo no lo vi salir” dijo El Mono al pasar. Pero no sería la primera vez que no viera algo, porque se la pasaba adentro, en el lugar de descanso, tomando mates con La Encargada.
El amanecer ya era celeste claro cuando las viejas entraron. Y aún no había carnicero. La Encargada llamó a su casa, a preguntarle porque se había ido sin avisar. Las viejas preguntaban por el carnicero cuando llamaron a Sil al depósito. La Encargada estaba ahí, y los dos repositores, todos con el semblante serio.
“El Gringo tuvo un accidente anoche en la moto. Salía del baile y chocó con un auto. Murió en el hospital esta madrugada” le dijo Marcos de un tirón, no sabiendo como suavizar la noticia. La Encargada se fue caminando rápido a su oficina, donde podría llorar con más calma.
Sil escuchaba los gritos de las viejas pidiendo ser atendidas como detrás de una nube. Sintió el hormigueo de la sangre al dejar su rostro cuando preguntó:
“¿Y con quién estuve hablando yo esta mañana?”

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