viernes, 19 de marzo de 2010

La Cápsula del tiempo

Cuando murió, Federico Vincentti alcanzó de algún modo la eterna juventud. Y es que al morir, el tiempo se detuvo para él. Él no conocería los progresos de la vejez, no vería su devenir, su historia. El tiempo se detuvo, se mantuvo joven en la memoria de sus deudos. Ellos, quizás como una forma de consuelo, lo recordarían todavía más bello, lleno de sueños, de potencial, de vida. Olvidarían que la mayoría de nosotros no cumplimos con todos nuestros sueños y nuestro potencial. Pues quizás por comodidad, por miedo o por ignorancia, no cumpliremos con nuestros sueños ni desarrollaremos nuestros talentos ocultos. Los que mueren jóvenes tienen esa ventaja, no viven lo suficiente como para decepcionarnos.
Federico vivía con su novia, tenía veintiséis años y murió el veinticinco de Abril de 1977. La fecha de su muerte, su edad y un sentido del romanticismo me hacen querer imaginarlo un estudiante de izquierda, un obrero sindicalista o un guerrillero comprometido, asesinado por la invisible pero brutal mano de un gobierno que devoraba a sus propios hijos. Pero debo hacer honor a la verdad y decir que Federico trabajaba en un taller mecánico y que murió en un accidente de tránsito en la ruta nueve, a la altura de la fábrica de FIAT. Para agregar misterio a la historia, agregaré que nunca se supo quién lo atropelló, aunque sea mentira. Su novia, Julieta Mera, recordaría toda su vida la última mañana que pasaron juntos. Tenía veinte años y estaba presa de uno de esos amores dementes que se suele tener a los quince años. Amores masoquistas, suicidas, devoradores. Se había mudado con él y trataba de convencerlo de tener hijos. La muerte de Federico casi la mató también, la sumió en la depresión, la locura. No volvió a su casa, sino que siguió viviendo en el hogar que con su novio habían creado. Salía poco y no se trataba con los vecinos quienes la consideraban una extraña.
Lo malo de que los difuntos no envejezcan es que sus deudos si lo hacen. Para ellos, el devenir continúa. Las experiencias, el trajinar de la vida, nos hacen cambiar como personas. Los sueños se vuelven frustraciones, las metas se logran y dejan ese sinsabor de que hemos vivido queriendo algo que sin embargo no era tan maravilloso como pensábamos, la vida se marchita lentamente y nuestro talento se vuelve mediocridad tan lentamente que no nos damos cuenta. Pero el muerto sigue ahí, hermoso, joven y lleno de potencial. Julieta se dio cuenta de esto rápidamente. La locura la hacía envejecer más rápido que el resto de los mortales. Sin él, no podía hacer nada, era una muerta en vida. El violento ambiente que vivía barrio General Paz durante la dictadura militar y la muerte de su padre –que le dejó una generosa herencia- determinaron su encierro. Ahora podía permitirse vivir de rentas, así que arregló sus papeles y otros asuntos mundanos y cerró la puerta de su casa con llave. Esto fue en 1979. Nadie más la ha visto desde entonces.
El súper en el que trabajo le manda sus compras una vez al mes. Un chico recibe la lista por debajo de la puerta. Hace las compras, deja las bolsas y el cambio y se va. La mujer abre solo cuando el chico ya se ha ido. El barrio ha cambiado bastante en 30 años, se ha llenado de edificios, de estudiantes y de sanatorios. Poco queda del viejo barrio obrero, acaso una fábrica abandona al costado de la costanera y el recuerdo siempre vivido de El Cordobazo en la memoria de los ancianos. Pero ella sigue ahí.
Se ha encerrado para no cambiar. La mejor forma de que el mundo no nos cambie es simplemente alejarse de él. Imagino que se encerró por eso, para no cambiar. Para ser la Julieta que era en 1977. Ahí debe estar, acompañada de sus recuerdos y la foto sonriente del muerto. Los muebles, la ropa, las formas de moverse, de pensar…todo debe estar como hace treinta. La casa es una capsula del tiempo y la habita una momia embalsamada en su locura.
El resto es imaginación mía. La sueño hablando con el muerto todos los días, como si éste estuviera vivo. Al final, ella cumplirá con el ciclo vital y se irá a dormir. La encontrarán meses después, cuando los del súper notemos que ha dejado de mandar chicos a hacer las compras. Sacarán su cuerpo, destruirán la capsula del tiempo y en el lugar abrirán uno de esos restós que ahora pululan en la avenida. Lo otro, sólo Dios podrá saberlo. Tal vez en el cielo, se encontrará con Federico. Se reconocerán al instante. “No has cambiado nada” le dirá ella. “Y vos tampoco”.
Solo que a uno de los dos, el no cambiar le habrá costado un poco más.

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