miércoles, 29 de abril de 2009
Reflexión (ando emo)
Cada que yo me voy, un pedazo tuyo queda acá, atormentandome.
martes, 28 de abril de 2009
La botella
Sin embargo, dos veces por año, me tengo que quedar más de doce horas, y ordenar un caos inacabable. Dos veces al año se hace el inventario general del supermercado. Consiste en contar la cantidad de unidades de determinado producto en existencia. Hay que contar la cantidad de paquetes de azúcar que quedan, los de sal, las gaseosas, y así con todas las góndolas del lugar. Mucha gente participa de forma más o menos coordinada en las cinco horas que lleva contar todo lo que hay en venta en mi lugar de trabajo. Luego hay que hacer una nueva cuenta, para estar seguros de que la primera se ha hecho correctamente. Y finalmente, cuando todos se van, los repositores somos condenados a organizar el desorden que han dejado aquellos que para contar cuantos paquetes de harina había, los dejaron todos en el piso.
El desorden es espectacular. Cada vez que algo parece ordenado, descubro una sección de la góndola que está revuelto como si lo hubieran saqueado. Cansado tras casi doce horas de trabajo, a las cuatro de la mañana mí cabeza empieza imaginarse cosas. Imagino que en el infierno también soy repositor de un supermercado infinito, y que cuando uno cree que ha ordenado todo, más estantes aparecen en un estado calamitoso, que repongo a su vez para que otros aparezcan y así hasta el infinito. Tomo un trago de Pepsi. Odio
Ustedes habrán notado que en todos los supermercados hay ciertas góndolas que parecen escondidas. Esas dos puntas enfrente de las verduras, en una zona donde nadie pasa, y donde los repositores acumulan cosas sin mucho sentido ni lógica. Esos dos estantes, de arriba del todo, cerca de la panadería donde hay detergentes que bien podrían haber sido colocados allí el día que abrió el local. Mientras más grande es el supermercado, más grandes son sus lugares ocultos, llegando a ocupar góndolas enteras. Donde trabajo, el lugar oculto es un pasillo enfrente de la fiambrería, tan angosto que apenas pasa un carrito. De un lado, tiene comida para perro que acumula polvo. La otra góndola tiene envases de plástico de variadas formas y colores, y botellas de Caña Legui.
¿Quién ordenó el alimento para perro? Preguntó a uno de mis compañeros. Yo no, fijate si los encontrás y tocalos un poco, ¿Dale? Me contesta. Ni contesto. Me quiero ir, son las cinco de la mañana, tengo mucho sueño y ya no pienso del todo coherentemente. Enfilo hacia la fiambrería, que está a oscuras pues su personal ya ha acabado con su tarea. Como a todos, me cuesta encontrar la góndola. Finalmente hallo el pasillo, entre un estante de huevos de codorniz y unos budines ingleses de mal aspecto. Camino a través de él. Los alimentos de perro están todos en el suelo, medio cubiertos de polvo y los papeles que afirman que han sido inventariados. Me toma diez minutos acomodar las bolsas en sus lugares respectivos. Ordeno los envases de plástico lo mejor que puedo, pero sus formas estrafalarias no ayudan demasiado. No importa, total no los compra nadie. La caña parece más ordenada. Reviso las botellas para que la marca quede a la vista, para que alguien se tiente con las botellas polvorientas y se las lleve de una buena vez. Estoy atontado por el exceso de trabajo, me toma unos minutos darme cuenta que algo brilla entre las botellas.
Miro un instante el brillo helado que ilumina apenas el fondo del estante. Parpadeo un par de veces, asegurándome de que no sea el producto de una vista demasiado cansada. No lo es. Meto mi mano entre las botellas, hasta que toco con la punta de los dedos una que está tibia. Saco las botellas una por una, hasta dar con la deseada. La tomo entre mis manos y la miro.
En lugar de la transparente botella de caña, llena del licor dorado, en mis manos tengo una botella de un color lechoso, ennegrecida en su parte superior. Dentro de ella brilla una débil luz, similar a la de una vela, que titila acompasadamente, como si latiera. La tapa rosca, igual a las de caña, está sorprendentemente fría. Pesa casi tanto como todas las demás, pero a ratos parece más liviana, como si buscara que se la llevaran de allí.
Miro alucinado la botella misteriosa, imaginando su contenido mágico, terrible. Pienso que secretos insondables debe ocultar en su interior ardiente. Por un instante pienso en abrirlo, pero recuerdo que no debo abrir cosas dentro del local. Mi mente está tan agotada y sorprendida que es el reglamento de trabajo el que se impone a la razón. Debería decir que no debo abrir la botella porque su contenido podría matarme, no porque puedo perder el trabajo. Pienso que debería enviarla al depósito, y colocarla en el canasto de los productos no aptos para la venta. Pero no lo hago, movido por el temor de que alguien allí, tentado por la misma curiosidad que yo, la abra y libere los terribles poderes en su interior. Además, mi mente me dice que si la pierdo, nunca la volveré a ver, y me quedaré sin saber que contenía. No puedo llevármela porque es muy peligrosa, no puedo sacarla de aquí, porque la perdería.
Decido devolverla al fondo de la góndola. Con la esperanza de que nadie la encuentre, apurados como están todos, comprando lo que necesitan para sus casas, acomodando para poder irse temprano. Espero no volver a verla. Deseo encontrarla y abrirla alguna vez.
Por la noche, pienso que ardientes infiernos prometerá el brillante fuego latiente de la botella. Y no duermo
domingo, 26 de abril de 2009
Pesadillas de Musa
Entra, Aristóteles se despierta al instante. Entrecierra los ojos, encandilado por el brillo ígneo de sus cabellos de fuego. Pregunta por mí. No esta acá, susurra Aristóteles con malicia. Se sienta con un gesto de fastidio. Su olor la sigue como una estela. Una mezcla de perfume costoso, jazmín, las cremas para peinarse y el aroma de su propio sexo. El aroma salta por la habitación, olfateando todo, buscándome. Aristóteles lo mira alarmado, sintiendo que invaden su mundo privado. Si vos te ponés nervioso porque una víbora de olor a gata alzada revisa todo, imagínate como estoy yo ahora que la veo revisar mis cuadernos. No estoy ahí, vikinga saqueadora, no me encontrarás en mis cuadernos. Cada palabra escrita por un hombre muere al instante mismo de ser trazada. Pierde totalmente la esencia de la cosa que quiso representar. Dicen que simboliza una idea, o la cosa que quiso ser. Pero son estupideces, las palabras no simbolizan la cosa, porque no hay nada de la silla en la palabra silla, las palabras no representan la idea porque no hay nada que recuerde al amor en la palabra amor. Las palabras no son nada, líneas trazadas al voleo en cuadernos baratos. No me busques ahí, ladrona gringa, no hay nada allí.
Se levanta. No puedo evitar ver el jugo ambarino que gotea y parece quemar el piso. El olor invade la habitación. Me ahoga, me asfixia. Hago unas arcadas mientras ella camina por la habitación, acariciando con su dedo los libros que ya no discuten y sólo la insulta soezmente. ¡Andate, puta! Grita Aristóteles. ¡No hay nada para vos acá! En tu afán de no querer a nadie, nadie quiere quererte. Ojalá te mueras sola, subida a tu nave de guerra navegando para siempre sin rumbo, buscando siempre aquel que te abrace y te quiera pese a que te conoce. ¡Basta Aristóteles! ¡Silencio! ¡No te atrevas a insultarla! La quiero a pesar de todo, mi recuerdo es maravilloso. No debe ser otra cosa que respetada, y olvidada por supuesto. El olvido es el peor exilio, es el único castigo que merece, el único que podría propinarle. Encuentra mis cuentos. Dejás de revolver mis cosas, normanda ladrona. Tampoco estoy ahí. Ahí están vos y la musa. Eterna repetición del mismo amor. Las personas somos como nubes que tapan al sol. Las más gruesas no dejan el brillo solar. Pero las más delgadas no lo opacan, y brillan blancas y maravillosas en el cielo, casi inmóviles en su fuerza increíble. Escribir es buscar sin descanso esa chispa divina en una persona. Es lo mismo que amar.
Se acerca a la cortina. Corro dentro del laberinto con la esperanza de que no me encuentre. No quiero verla, le temo. Si me sonríe, me convencerá de cualquier cosa. Acabaré besando sus mejillas, dejándola robarse la poca cordura que me queda. Se acerca. ¡Se acerca!
Se planta en seco. Sabe que no estoy acá. Su increíble olfato le indica que mi olor no esta en la habitación. Jeje, boba. Deberías saber que los jaguares siempre saben como ocultarse cuando lo necesitan. Escribe algo en mi cuaderno. Acaricia al gato excitado, que la insulta soezmente. Y después te preguntás porque hay que caparte.
Salgo del cortinado, entre una tormenta de polillas. Leo el cuaderno. “Te busqué y no estabas. Ahora búscame vos.
¿
La estoy viendo en tus ojos, idiota.
viernes, 24 de abril de 2009
Juguetera
Afuera, el cielo se lamenta descargando una lluvia que quiere ser piedras, y golpear las ventanas del taller de la niña roja y demente. (Letra desconocida) “¿No has comprendido, niña, que no los juguetes del Demiurgo no crean juguetes a su vez? Al querer jugar con todo solamente rebelas tu propia condición de juguete” El cielo le grita en silencio “No has comprendido que los hombres son juguetes de un juguetero más grande, más fuerte, más inteligente. Sin embargo, los hombres sólo surgieron como un error, no fueron adrede.” Pero ella no escucha, concentrada en colocar los minúsculos engranes en la espalda de su muñeca. La humanidad es un error que no debería ser prolongado, no debería ser reproducido. Cada vez que un niño nace, el Demiurgo se ofende, cada vez que un anciano muere, el Demiurgo sonríe. La Princesa sigue apilando engranes. (Letra desconocida, en tinta roja) Aquel que persigue dos conejos acaba por no atrapar ninguno. Sigue un plan cuidadosamente armado, extrapolación de su modo de ser. El juguete no tendrá pasado, no tendrá nada de lo que agarrarse, excepto de ella. Tampoco tendrá conciencia del futuro, como todos los jóvenes. Sólo tendrá la delicia del presente, eterno y perfecto, como ella misma lo tiene. Ilusión que hace creer que el presente existe y no permite hacer notar que en realidad es un pasado continúo.
Terminó, el cielo ruge enojado con un rayo que se repite en decenas de ecos. Le da cuerda a su nueva creación, sintiéndose un Demiurgo en potencia. No pasa nada. Muévete, le grita La Princesa, y el pelo le cae en el rostro. El viento le susurra que el juguete no se moverá. Para empezar carece de memoria, que le daría la conciencia de haber sido y ser. Además carece de sangre, que corra por los engranes recordándole que es mortal, y por último carece de edad para poder sentir que tiene un futuro, un devenir. (Al margen)El Demiurgo ha puesto todo en el punto de inicio. Haberte conocido debe haber sido una de sus bromas, o la casualidad de que dos caminos se cruzaran.
La Princesa se acomoda el pelo, rojo y enmarañado. Piensa sonriente como ganarle la partida al destino. Decide arriesgarse. Le da un nombre al muñeco, uno altivo y sonoro, del que pueda sentirse orgulloso, que lo ate al pasado de una familia, un clan grande y arraigado, del cual sentirse parte. Le cuenta la edad que tiene, pero le dice a la vez que eso no significa nada, que el presente es lo único que existe, y el futuro aún no ha ocurrido. Finalmente le deja su cabello entre los engranes, para que los años de molienda lo conviertan en un fino polvo rojizo. Sangre seca de momia, sangre anaranjada de pelo.
Sale de la habitación… (Letra ilegible) la vida es así, la gente entra y sale. La tormenta recrudece (perdido el resto del folio)
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Now playing: Moby - Porcelain
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viernes, 17 de abril de 2009
El Angel
El colectivo entró en el poblado poco después de que la lluvia terminara y diera paso a un Sol aún más cegador y a una humedad aún más insoportable. El níveo parecía no transpirar debajo de su uniforme, como si éste en realidad fuera un trozo de escarcha que él se había traído de las lejanas tierras plateadas de donde venía. “Es la nueva tela que los gringos usan en la guerra” contaron después las viejas, cuando esto pasó al acervo de anécdotas del pueblo. “Tela que refresca como hielo cuando hace calor, y abriga como piel cuando hace frío” suelen contar. El poblado parecía un rejunte de casas de madera oscura y manchada de rojo y de pintura verde oliva descascarada. El níveo aún no había bajando, cuando ya todo el pueblo sabía de su presencia, y como era de esperarse los más curiosos, los niños y los que no tenían nada que hacer salvo dormir la siesta se acercaron a la tienda que oficiaba de estación de autobuses para verlo más de cerca. Caminaba con paso militar, resuelto, por la única calle empedrada del pueblito, manchando sus zapatos de charol negro como alas de cascarudos con la arcilla roja que la tormenta había dejado. Cada tanto miraba una esquina, o una casa de particular tamaño, como intentando orientarse. Nadie le preguntó nada, ni le hizo algún comentario, temerosos de provocar la ira de lo que muchos ya suponían un ser mágico. Las viejas recuerdan que cuando pasó por el hospicio de las monjas,
Se acercó al bar que en esa época estaba cerca de la estación, y que hoy es la oficina de correos y telégrafos. El cartel que rezaba “El Tigre” tenía rojas manchas de óxido y las letras azules medio despintadas. Entró. Todos los parroquianos del bar lo miraron, atónitos. Y de inmediato dejaron de jugar a los naipes y de contarse las anécdotas groseras que siempre se contaban.
“Busco a Raimunda” dijo el níveo ángel, con voz suave pero firme. Raimunda, la dueña del bar, salió de la cocina y se acercó, tranquila sabiendo de antemano lo que le dirían.
“Su hijo ha muerto en batalla” le dijo el níveo con voz firme pero llena de dolor, alargándole un telegrama amarillo con los sellos de las fuerzas navales. Debe haber seguido hablando, pero todo lo que dijo se perdió en una maraña de murmullos.
lunes, 13 de abril de 2009
Biblioteca Córdoba
Entramos al templo, el olor a muerto nos golpea cuando atravesamos la puerta del desván. Esto fue una mansión en una vida pasada. Luego fue un conventillo y más tarde la casa de gobierno, toda una ironía sobre el destino de nuestro país. El laberinto de papel viejo se abre frente a nosotros. Aquí está, señorita, la inextricable realidad de la hemeroteca.
Recorremos el laberinto-tumba. Catacumba de papel desde la cual los muertos nos miran. Allí están Chiang Kai-Sheck y Winston Churchill, en la conferencia de Teherán, momificados para siempre, mirándonos desde la tapa de un ejemplar de
Caminamos. Centenares de muertos nos miran desde sus titulares, con los ojos negros y amarillos. Pilas y pilas de diarios forman las paredes de un laberinto sin Minotauro a la vista, laberinto inextricable de palabras que no tienen sentido ni tiempo.
Las palabras no son las cosas, son la muerte de las cosas. Cada vez que escribo algo, la cosa sobre la que escribía se muere, y la araña de las letras la envuelve en la fina seda de sus conceptos. Las cosas quedan ahí, heladas, muertas, embalsamadas para la eternidad, completamente secas como estos diarios que crujen con la brisa que entra desde la ventana rota. Las palabras son sólo vendas que envuelven los conceptos, matándolos, alejándolos de la gente que los piensa, que solo puede venerar los sagrados restos como si fueran dioses. Un pilón de carpetas negras, llenos de los ejemplares de Agosto de 1935 cae al suelo con terrible ruido, y las paredes de diarios tiemblan por un instante. Menos mal que no caen, que horrendo sería morir sepultado por diarios viejos. Deben pesar más que la piedra, los malditos.
Huyo del lugar, no quiero seguir escribiendo. Las palabras son muerte. He matado 372 veces en lo que voy del post. Trescientas, setenta y dos veces muerte. No vale la pena molestar al silencio por esto.
miércoles, 8 de abril de 2009
Adoradores
No veo mi máscara, se de todas maneras que es la más hermosa de todas. Hecha en el continente, es una recreación de cómo era mi rostro en el pasado, cuando era joven y mi sonrisa encantaba a las damas y alegraba a los caballeros. No teman, señores Adoradores, la economía está firme, sus dineros están seguros, decía y mi sonrisa les traía seguridad. Ahora sorbo en silencio, sin sonrisa y bajo mi máscara que sonríe por mí.
No soy yo. Soy Él. El Traficante. Maneras pulidas por años. Muchísima práctica en hablar durante horas sin decir en realidad nada, sin oponerse a nadie, sin apoyar a nadie. Soy él, equilibrista maravilloso que de un lado tiene la demanda y del otro la oferta. Si me desbalanceo me caigo, y los pesos se caen conmigo, los tres dependen de él. No soy yo, casi nunca soy yo.
¿Quien es yo, al final? ¿Cómo definir quién soy partiendo desde quién no soy? Sé que el Traficante no es yo, pero no permite eso saber quién es yo en primer lugar. EL padre, el esposo, el amigo, el enemigo. Todos son distintos. Nadie es jamás la misma persona frente a distintas personas, frente a distintas circunstancias. Así como los Adoradores tienen distintas máscaras según sus estados de ánimo y las ocasiones, todos tenemos distintos rostros según el entorno que nos rodea y la gente que nos mira. Pero es más que eso. Tenemos distintas maneras de hablar, distintas modulaciones de la voz, incluso distintos pensamientos, distintas formas de alcanzar los razonamientos. Me gustaría creer que hasta el alma muta continuamente, y se adapta a las necesidades del ambiente como el camaleón que puede mutar y tomar cualquier color excepto el blanco que es el de la verdad.
Señoría, se lo necesita en casa, me dice mi mayordomo. No estoy, Anglesio, no estoy. Pero… No mentirá si dice eso, Anglesio. En verdad no está aquel que busca. Mi hija pide al padre, para que lo consuele porque el doctorcito ese ya no viene a cortejarla. Mi esposa busca al marido, para hablar necedades y discutir chismes, mi amante busca al romántico para que le cante en el oído y le haga el amor con violencia. No está ninguno de los tres, Anglesio. Aquí sólo está El Traficante, y esas mujeres no le interesan. Sólo le interesa el intercambio de bienes, el intercambio de dinero, el intercambio del poder. Y disfruta del sonido de los clavicordios y del cacareo de los Adoradores.
El reverendo cuervo, Don Idelfonso Matías de Úbeda cree que no tenemos una sola personalidad, un solo carácter. Afirma el venerable pajarraco que en realidad tenemos una personalidad que se… ¿Adapta?, ¿Modifica?, ¿Se comporta? De modo distinto según con quién nos encontremos. Así, somos muy inteligentes frente a ciertas personas, muy tontos frente a otras, religiosos o profanos según el caso. Adjudica este cambio a los flujos de los humores corporales. El viejo es fanático de los fluidos del cuerpo, y de sus mareas excretoras. Yo creo que es simple adaptación, como la de los animales. Como el árbol, nos balanceamos con el viento, para que la lluvia y el viento no nos quiebre en pedazos.
Brillantes deducción, Silvio. Ahora déjame seguir con nuestro trabajo, me dice el Traficante desde adentro de mi cabeza. Sonríe, él, no yo. Y se pone a hablar trivialidades con los Adoradores.
lunes, 6 de abril de 2009
El Veedor (II)
(Foja RV-1. Reverso. Excelente condición, borde izquierdo ligeramente quemado, daños menores en el margen. Hoja posiblemente sacada de un libro de cuentas del ejército. Dañado por marcas de óxido. Ilegible en la pare superior)
(…)Él no se cansa. Él ya está donde debemos ir. No ve el presente, ni el futuro ni el pasado. Los ve todos a la vez. Ahora está aquí, caminado al frente de nosotros, masticando su selva bucal, ahora está al borde del río que pasamos hoy a la mañana, ahora se abraza, aterido de frío por las montañas al final de esta selva de mierda. ¿Descansamos, Coyolli? No, Monseñor. El Veedor dice que ya descansamos, mientras los exploradores buscaban un vado para el río que está más adelante, a medio día de marcha. Él ya vadeo el río, caminando sobre él gracias a alguna hierba letal que lleva en sus dientes cascados a fuerza de meterse la naturaleza en la boca.
(Foja RV-2. Anverso. Muy dañada. Hoja tomada de un libro, raspada. Presenta signos de putrefacción)
El General camina a su lado, pidiéndole consejo. El Veedor dice que nos apuremos, que él ya está ahí y no quiere esperar por siempre, manada de tortugas. Nuestro ilustre jefe de guerra ya no puede caminar, lo llevan en un palanquín como si fuera una mujer. Acaso me duelen… (Ilegible) Si el Veedor ve el futuro con la certeza del presente, el General analiza todas las probabilidades. Se le va la sangre a los pies… (Ilegible, borroneado)…tirado en el palanquín, analizando todos los posibles campos de batalla y todos los posibles enemigos que tendremos que enfrentar y que aún no se han mostrado.
(Foja RV-2. Reverso. Muy dañada. Hoja tomada de un libro, raspada. Presenta signos de putrefacción. La letra está visiblemente deteriorada)
(Ilegible, letra muy deformada y borroneada)…Sabe, Coyolli qué creo. Soy todo oídos Monseñor, por favor no se mueva mucho. Creo que El Veedor no se cansa porque ya se murió. Nosotros los estamos acompañando hacia la tumba y la derrota. No diga eso Monseñor, la dirección del general y su apoyo espiritual, la victoria es segura. No seas idiota, o mentiroso, Coyolli. Esta banda de forajidos medios muertos no podría ganarle a unas criaturas. Ni siquiera han podido con
(Letra desconocida) Adelante. Siempre adelante.
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Now playing: Johann Sebastian Bach - Brandenburg Concerto No. 3, in G Major, BWV 1048 - Allegro moderato
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viernes, 3 de abril de 2009
Doppelgänger
Tras mucho insistir logré convencerla de que nos veamos. Tenía novio, con el cual tenía una magnifica relación, yo suplía la necesidad de un amigo durante el insomnio, de alguien capaz de oír intimidades sin peligros ni reproches. Era perfecto, pues no teníamos amigos en común a quien pudiera contarles aquellos secretos y el hecho de tener que escribir las cosas le permitía a ella soltarse y contar cosas que no contaría normalmente. Yo quería verla, necesitaba verla. No me alcanzaba amarla a través de lo que escribía, amarla en el silencio de la noche. Necesitaba estar con ella al menos un momento, aunque sea para estar seguro de que del otro lado de la brillante pantalla existía una persona de carne y hueso, y no un fantasma meridiano creado por los delirios de la falta de sueño.
Estaba peleada con su novio, se sentía muy mal y decidió venir. No saldríamos del departamento. En un cine o un bar corría riesgo de ser vista por algún conocido del novio, y las posibilidades de arreglarse con él se perderían. Cenaríamos, charlaríamos, nos reiríamos. Que haríamos el amor era algo que se sobreentendía.
Me maté cocinando. El pollo con miel y almendras jamás me quedó tan bien, jamás le quedó a nadie tan bien. Ella llegó en tiempo y forma. Tenía un vestido negro, vaporoso, y enormes accesorios de plástico rosa. Su sonrisa me hizo olvidar todo lo que tenía pensado decir en un instante. Comimos casi en silencio, luego hablamos de cine mientras tomábamos una cerveza. Recién a la tercera me animé a acercarme a ella y tocarle el brazo con timidez. Ni siquiera se puso colorada, al menos no más de lo que ya era. Su boca no tenía gusto alguno, ni al tabaco de su cigarrillo, ni a la miel y las almendras, ni a la cerveza, ninguno. Su mirada era pícara, pero de un modo lo suficientemente inocente como para no quedar como una puta. En ese momento me estaba amando, no debía pedir más nada, me decían esos ojos marrones, vivaces y oscuros. Encerré a mi gato en el balcón. Todavía es cachorro, y ni siendo gato debía ver lo que ocurriría en mi dormitorio. El silencio de la calle nos permitía concentrarnos. Por un instante no hubo pantallas de computadora de eléctrico brillo helado ni palabras suaves para hablar ni nadie más en el mundo. Éramos ella, yo y la eternidad. Poco después saludó y se fue, dejándome su olor en el cuerpo y una mancha de rouge en la mejilla como asegurándome que no había sido un sueño.
Cuando me levanto, siempre cumplo la misma rutina indistintamente de la hora en la que me levanto: Pongo la máquina de café, me lavo la cara y sirvo el café en la misma taza floreada de todos los días. Luego tomó el café leyendo a medias los mismos 4 diarios de siempre y reviso mi correo electrónico. Cumplía esta rutina cuando en mi gmail noto un mail de ella.
En él, ella se disculpaba por no haber ido a cenar conmigo. Estaba muy deprimida por haberse pelado con el novio, y no quería cometer una imprudencia al verme. Se disculpaba, y me pedía que comprendiera la confusión en la que estaba sumergida.
Terminé mi café, sonriendo, pensando quién me había visitado la noche anterior. La parte más importante de mi cabeza, la mística, que cree en demonios y seres mágicos, pensó que era un ángel, una musa, que había decidido amarme por una noche. La otra parte pensó en hacer la denuncia a la poesía. Prefería hacer caso de mi primer pensamiento, aunque fuera porque en la comisaría se reirían de mí.
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Now playing: Los Fabulosos Cadillacs - Padre Nuestro
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miércoles, 1 de abril de 2009
Apología a Alfonsín
Ahora que ha pasado a mejor vida, nos queda a los vivos preguntarnos que es lo que nos ha dejado, que nos ha legado, el ilustre difunto. La inmortalidad reservada a los ilustres consiste en persistir cuando se pierden las anécdotas, las historias, los chistes que circulaban en esa época. Consiste en sobrevivir pese a que se diluyen de a poco las obras, los defectos y las virtudes, hasta que no queda mucho más que el nombre en la memoria colectiva de la gente, asociada con algún valor, o algún hecho que la persona haya hecho. Los ilustres, recordados a través de la bruma del olvido, pasan a ser próceres cuando sobreviven incluso a su propia obra.
Alfonsín será un prócer dentro de un tiempo. Su obra, ambigua (su política económica se hundió en la hiperinflación, su política de derechos humanos fue truncada por el mismo, incluso no terminó su mandato) y su legado (el juicio a las juntas, la paz con Chile y la ley de divorcio vincular) se irá perdiendo con los años, recordada en algún manual oscuro por alumnos somnolientos obligados a repetirla hasta el aburrimiento. Pero no se borrará el legado de valores que ha dejado. Pero ¿Cuál es este legado?
Alfonsín ante todo, aunque uno no compartiera su opinión, aunque no respetara su obra, era un hombre respetado. Jamás alguien pudo acusarlo, ni siquiera falsamente, de haber tocado dineros públicos para su beneficio. Murió en la misma casa donde vivía antes del ejercicio del poder. Siempre fue coherente con la ideología y los valores del estado de derecho, su labor política siempre se asoció al deseo de la unidad de la nación.
Por eso va a ser un prócer, porque aunque no compartiera sus opiniones, tenías que coincidir que era un modelo a seguir para todos, como los sobresalientes líderes de los siglos pasados. Por eso va a ser inmortales, porque los valores que hizo valer son eternos. Por eso es tan triste su pérdida, porque el mundo es menos rico y porque estamos un poco más solos ahora que no está.