Entra, Aristóteles se despierta al instante. Entrecierra los ojos, encandilado por el brillo ígneo de sus cabellos de fuego. Pregunta por mí. No esta acá, susurra Aristóteles con malicia. Se sienta con un gesto de fastidio. Su olor la sigue como una estela. Una mezcla de perfume costoso, jazmín, las cremas para peinarse y el aroma de su propio sexo. El aroma salta por la habitación, olfateando todo, buscándome. Aristóteles lo mira alarmado, sintiendo que invaden su mundo privado. Si vos te ponés nervioso porque una víbora de olor a gata alzada revisa todo, imagínate como estoy yo ahora que la veo revisar mis cuadernos. No estoy ahí, vikinga saqueadora, no me encontrarás en mis cuadernos. Cada palabra escrita por un hombre muere al instante mismo de ser trazada. Pierde totalmente la esencia de la cosa que quiso representar. Dicen que simboliza una idea, o la cosa que quiso ser. Pero son estupideces, las palabras no simbolizan la cosa, porque no hay nada de la silla en la palabra silla, las palabras no representan la idea porque no hay nada que recuerde al amor en la palabra amor. Las palabras no son nada, líneas trazadas al voleo en cuadernos baratos. No me busques ahí, ladrona gringa, no hay nada allí.
Se levanta. No puedo evitar ver el jugo ambarino que gotea y parece quemar el piso. El olor invade la habitación. Me ahoga, me asfixia. Hago unas arcadas mientras ella camina por la habitación, acariciando con su dedo los libros que ya no discuten y sólo la insulta soezmente. ¡Andate, puta! Grita Aristóteles. ¡No hay nada para vos acá! En tu afán de no querer a nadie, nadie quiere quererte. Ojalá te mueras sola, subida a tu nave de guerra navegando para siempre sin rumbo, buscando siempre aquel que te abrace y te quiera pese a que te conoce. ¡Basta Aristóteles! ¡Silencio! ¡No te atrevas a insultarla! La quiero a pesar de todo, mi recuerdo es maravilloso. No debe ser otra cosa que respetada, y olvidada por supuesto. El olvido es el peor exilio, es el único castigo que merece, el único que podría propinarle. Encuentra mis cuentos. Dejás de revolver mis cosas, normanda ladrona. Tampoco estoy ahí. Ahí están vos y la musa. Eterna repetición del mismo amor. Las personas somos como nubes que tapan al sol. Las más gruesas no dejan el brillo solar. Pero las más delgadas no lo opacan, y brillan blancas y maravillosas en el cielo, casi inmóviles en su fuerza increíble. Escribir es buscar sin descanso esa chispa divina en una persona. Es lo mismo que amar.
Se acerca a la cortina. Corro dentro del laberinto con la esperanza de que no me encuentre. No quiero verla, le temo. Si me sonríe, me convencerá de cualquier cosa. Acabaré besando sus mejillas, dejándola robarse la poca cordura que me queda. Se acerca. ¡Se acerca!
Se planta en seco. Sabe que no estoy acá. Su increíble olfato le indica que mi olor no esta en la habitación. Jeje, boba. Deberías saber que los jaguares siempre saben como ocultarse cuando lo necesitan. Escribe algo en mi cuaderno. Acaricia al gato excitado, que la insulta soezmente. Y después te preguntás porque hay que caparte.
Salgo del cortinado, entre una tormenta de polillas. Leo el cuaderno. “Te busqué y no estabas. Ahora búscame vos.
¿
La estoy viendo en tus ojos, idiota.
0 delirios:
Publicar un comentario