Sin embargo, dos veces por año, me tengo que quedar más de doce horas, y ordenar un caos inacabable. Dos veces al año se hace el inventario general del supermercado. Consiste en contar la cantidad de unidades de determinado producto en existencia. Hay que contar la cantidad de paquetes de azúcar que quedan, los de sal, las gaseosas, y así con todas las góndolas del lugar. Mucha gente participa de forma más o menos coordinada en las cinco horas que lleva contar todo lo que hay en venta en mi lugar de trabajo. Luego hay que hacer una nueva cuenta, para estar seguros de que la primera se ha hecho correctamente. Y finalmente, cuando todos se van, los repositores somos condenados a organizar el desorden que han dejado aquellos que para contar cuantos paquetes de harina había, los dejaron todos en el piso.
El desorden es espectacular. Cada vez que algo parece ordenado, descubro una sección de la góndola que está revuelto como si lo hubieran saqueado. Cansado tras casi doce horas de trabajo, a las cuatro de la mañana mí cabeza empieza imaginarse cosas. Imagino que en el infierno también soy repositor de un supermercado infinito, y que cuando uno cree que ha ordenado todo, más estantes aparecen en un estado calamitoso, que repongo a su vez para que otros aparezcan y así hasta el infinito. Tomo un trago de Pepsi. Odio
Ustedes habrán notado que en todos los supermercados hay ciertas góndolas que parecen escondidas. Esas dos puntas enfrente de las verduras, en una zona donde nadie pasa, y donde los repositores acumulan cosas sin mucho sentido ni lógica. Esos dos estantes, de arriba del todo, cerca de la panadería donde hay detergentes que bien podrían haber sido colocados allí el día que abrió el local. Mientras más grande es el supermercado, más grandes son sus lugares ocultos, llegando a ocupar góndolas enteras. Donde trabajo, el lugar oculto es un pasillo enfrente de la fiambrería, tan angosto que apenas pasa un carrito. De un lado, tiene comida para perro que acumula polvo. La otra góndola tiene envases de plástico de variadas formas y colores, y botellas de Caña Legui.
¿Quién ordenó el alimento para perro? Preguntó a uno de mis compañeros. Yo no, fijate si los encontrás y tocalos un poco, ¿Dale? Me contesta. Ni contesto. Me quiero ir, son las cinco de la mañana, tengo mucho sueño y ya no pienso del todo coherentemente. Enfilo hacia la fiambrería, que está a oscuras pues su personal ya ha acabado con su tarea. Como a todos, me cuesta encontrar la góndola. Finalmente hallo el pasillo, entre un estante de huevos de codorniz y unos budines ingleses de mal aspecto. Camino a través de él. Los alimentos de perro están todos en el suelo, medio cubiertos de polvo y los papeles que afirman que han sido inventariados. Me toma diez minutos acomodar las bolsas en sus lugares respectivos. Ordeno los envases de plástico lo mejor que puedo, pero sus formas estrafalarias no ayudan demasiado. No importa, total no los compra nadie. La caña parece más ordenada. Reviso las botellas para que la marca quede a la vista, para que alguien se tiente con las botellas polvorientas y se las lleve de una buena vez. Estoy atontado por el exceso de trabajo, me toma unos minutos darme cuenta que algo brilla entre las botellas.
Miro un instante el brillo helado que ilumina apenas el fondo del estante. Parpadeo un par de veces, asegurándome de que no sea el producto de una vista demasiado cansada. No lo es. Meto mi mano entre las botellas, hasta que toco con la punta de los dedos una que está tibia. Saco las botellas una por una, hasta dar con la deseada. La tomo entre mis manos y la miro.
En lugar de la transparente botella de caña, llena del licor dorado, en mis manos tengo una botella de un color lechoso, ennegrecida en su parte superior. Dentro de ella brilla una débil luz, similar a la de una vela, que titila acompasadamente, como si latiera. La tapa rosca, igual a las de caña, está sorprendentemente fría. Pesa casi tanto como todas las demás, pero a ratos parece más liviana, como si buscara que se la llevaran de allí.
Miro alucinado la botella misteriosa, imaginando su contenido mágico, terrible. Pienso que secretos insondables debe ocultar en su interior ardiente. Por un instante pienso en abrirlo, pero recuerdo que no debo abrir cosas dentro del local. Mi mente está tan agotada y sorprendida que es el reglamento de trabajo el que se impone a la razón. Debería decir que no debo abrir la botella porque su contenido podría matarme, no porque puedo perder el trabajo. Pienso que debería enviarla al depósito, y colocarla en el canasto de los productos no aptos para la venta. Pero no lo hago, movido por el temor de que alguien allí, tentado por la misma curiosidad que yo, la abra y libere los terribles poderes en su interior. Además, mi mente me dice que si la pierdo, nunca la volveré a ver, y me quedaré sin saber que contenía. No puedo llevármela porque es muy peligrosa, no puedo sacarla de aquí, porque la perdería.
Decido devolverla al fondo de la góndola. Con la esperanza de que nadie la encuentre, apurados como están todos, comprando lo que necesitan para sus casas, acomodando para poder irse temprano. Espero no volver a verla. Deseo encontrarla y abrirla alguna vez.
Por la noche, pienso que ardientes infiernos prometerá el brillante fuego latiente de la botella. Y no duermo
1 delirios:
Oh!, pero que misteriosa botella. Mágica, capaz de generar sentimientos contradictorios..
¿Que contendría dentro de sí? Lo sabremos?:O
Muy buen relato
Saludos (:
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