viernes, 17 de abril de 2009

El Angel

El Sol meridiano se derramaba sobre la tierra roja, uniforme y húmeda, destiñéndola hasta volverla un polvo bermejo, amarronado, seco. A la distancia, podía verse el salvaje y verde fulgor de la Selva de la Mil Lianas. Esa tarde, como tantas otras, llovía persistentemente. Una lluvia cálida, cristalina, fuerte, como la bendición de Dios Todopoderoso. El colectivo avanzaba lentamente, crujiendo y quejándose, por la huella rojiza y pantanosa que era el camino. Estaba hasta el tope. El calor y la humedad dentro del vehículo eran tan insoportables como afuera. Un hombre llevaba un lechón, que lo apestaba todo. Otro, armado, estaba sentado sobre una enorme bolsa de arpillera que al parecer contenía cacao. El colectivo tenía sillas que en otro tiempo podrían haber tenido cuerina negra y acolchado, pero ahora sólo eran esqueléticos pedazos de oxidado metal desprovistos de cualquier adorno. Un rayo cegó por un momento a los pasajeros de piel cobriza y ropas desteñidas por el sol o enrojecidas por el barro arcilloso. Todos sudaban en silencio, mirándolo. Parado en el medio del colectivo, con la espalda muy erguida y todo el aire de ser en realidad una estatua, miraba por la ventanilla con aire cansando un níveo. Tenía el cogote colorado y brillante como todos los que caminaban bajo el implacable Sol de la Selva, pero su rostro y manos estaban tan blancos como si estuvieran tallados en marfil, brillantes con una luz helada, lunar. Su uniforme de marino era tan blanco como su cara, si una sola mancha escarlata que lo afeara en ningún lugar. Miraba la profundidad de la Selva con sus ojos verdes, ajeno a la atención que despertaba. Todos en el colectivo lo miraban, asombrados. Era el primer níveo que se veía en la zona de Mil Lianas en años, y parecía una criatura fantástica.

El colectivo entró en el poblado poco después de que la lluvia terminara y diera paso a un Sol aún más cegador y a una humedad aún más insoportable. El níveo parecía no transpirar debajo de su uniforme, como si éste en realidad fuera un trozo de escarcha que él se había traído de las lejanas tierras plateadas de donde venía. “Es la nueva tela que los gringos usan en la guerra” contaron después las viejas, cuando esto pasó al acervo de anécdotas del pueblo. “Tela que refresca como hielo cuando hace calor, y abriga como piel cuando hace frío” suelen contar. El poblado parecía un rejunte de casas de madera oscura y manchada de rojo y de pintura verde oliva descascarada. El níveo aún no había bajando, cuando ya todo el pueblo sabía de su presencia, y como era de esperarse los más curiosos, los niños y los que no tenían nada que hacer salvo dormir la siesta se acercaron a la tienda que oficiaba de estación de autobuses para verlo más de cerca. Caminaba con paso militar, resuelto, por la única calle empedrada del pueblito, manchando sus zapatos de charol negro como alas de cascarudos con la arcilla roja que la tormenta había dejado. Cada tanto miraba una esquina, o una casa de particular tamaño, como intentando orientarse. Nadie le preguntó nada, ni le hizo algún comentario, temerosos de provocar la ira de lo que muchos ya suponían un ser mágico. Las viejas recuerdan que cuando pasó por el hospicio de las monjas, la Ciega Anastasia lo vio con sus ojos grises que veían el alma pero no el mundo. “Es el Ángel de la Anunciación” dicen que dijo. El pueblo entero lo supo de inmediato, y los pocos que no lo seguían ya se acercaron a verlo.

Se acercó al bar que en esa época estaba cerca de la estación, y que hoy es la oficina de correos y telégrafos. El cartel que rezaba “El Tigre” tenía rojas manchas de óxido y las letras azules medio despintadas. Entró. Todos los parroquianos del bar lo miraron, atónitos. Y de inmediato dejaron de jugar a los naipes y de contarse las anécdotas groseras que siempre se contaban.

“Busco a Raimunda” dijo el níveo ángel, con voz suave pero firme. Raimunda, la dueña del bar, salió de la cocina y se acercó, tranquila sabiendo de antemano lo que le dirían.

“Su hijo ha muerto en batalla” le dijo el níveo con voz firme pero llena de dolor, alargándole un telegrama amarillo con los sellos de las fuerzas navales. Debe haber seguido hablando, pero todo lo que dijo se perdió en una maraña de murmullos.

1 delirios:

Electric Feel dijo...

Me gusto mucho tu texto, me trae tantas imágenes a la cabeza..
Saludos Gringe. (:

Publicar un comentario