sábado, 31 de julio de 2010

No, Chulu

A veces lloraba.
lágrimas fermentadas
en las que diluía la memoria de sus padres.
Cada tanto se acababa en llanto
y yo saboreaba aguas con gusto a viejo
maceradas de odios antiguos,
de dolores pasados,
que no podia descargar frente a nadie
salvo frente a mí.
A veces lloraba.
Hasta el día de hoy
guardo un caramelo,
(de esos ácidos)
esperando verla sentada llorando en un cantero,
listo para acariciarle el pelo
y decirle
No, Chulu, no me llore.

domingo, 25 de julio de 2010

Eróstrato

El arte es una forma de buscar inmortalidad. El que pinta, esculpe, funde, dibuja o compone una pieza de arte trata d captar algo: un momento en el tiempo, un pensamiento que pasó por su mente, la esencia de una situación. Esto mismo que estoy narrando trata de hacer eso, captar el momento y los pensamientos que tengo mientras estoy por entrar a la fama. El artista es en sí mismo alguien que busca la inmortalidad de un modo distinto. No trata de extenderse en el tiempo a través de la descendencia (salvo que puedan como hijo a un cuadro o a una canción) sino que trata de extenderse a través de sus obras. Yo sé que mi abuelo y mi padre existieron por los recuerdos que tengo de ellos. Recuerdos los momentos vividos, los pensamientos que me trasmitieron, los valores. Si abrieran mi cabeza, verían sus imágenes esculpidas en mi mente, pues la han dado forma a mis pensamientos. Eso quiere hacer el artista, darle forma a los pensamientos de los otros, para así lograr una forma de inmortalidad.
La notoriedad es una cosa rara. La fama es una forma efímera de inmortalidad. A veces, no siempre, dura tanto como la de todos. Eróstrato solo es famoso por haber quemado la maravilla, no hizo nada más. Los arquitectos de tan tamaña obra se han perdido en la bruma de mi olvido. El que la destruyó no. Él si se hizo famoso. He buscado la fama a través de los cuadros, pero no tiene caso. Son todos parecidos, y a su vez todos se parecen a algo más. Ese es el problema del arte, todo acaba pareciéndose a algo más. El que escribe finalmente se vuelve Platón o Aristóteles, el que pinta finalmente tratará de ser Miguel Ángel o alguna mano desconocida en Lascaux. Todo se repite, y yo mismo al afirmarlo me inscribo con los platónicos. El artista, el buen artista, captará la esencia de lo que muestra, y eso lo volverá a todos los demás que la captan.
La fama de Eróstrato es distinta. El llegó a inscribirse en nuestras mentes mediante un acto de violencia. Igual que Alejandro o Hitler, no nos llegan anécdotas de sus pasiones y sus pensamientos. Nos llegan historias de masacres, de latrocinios, de victorias y derrotas, de actos de vandalismo, de terrorismo. La inmortalidad plena solo puede llegar a través de estos actos. Captan una esencia que el arte sólo puede captar brevemente: La realidad es un fenómeno violento. El buen dios no hizo un mundo sin hambre, hizo depredadores y presas. Ni hizo bastante riqueza para todos. Nos dio hambre y cosas para comer. Y huracanes y terremotos. Dios se manifiesta mediante la violencia, mediante fuego y rocas ardientes.
Me acerco al cuadro. Martí Lutero mira con esa sonrisa petulante que siempre detesté desde la altura de su cuadro. Alguien podría decirme que ese no es Martín Lutero, como la pipa no es una pipa. Pero es él, no hay otro él en mi mente. Yo no conocí al teólogo, yo sólo vi sus cuadros y leí sus escritos. Martín Lutero es un muerto hace siglos, pero por sobretodo es esos escritos, y este cuadro.
El ácido cae sobre la pintura. La madera florece por debajo. Casi no llego a ver el resultado pues un par de inoportunos me toman desde atrás y me tiran al suelo. La sonrisa de Lutero se ennegrece primero y luego se derrite como si estuviera hecha de cera. Un par de persona chilla y se escuchan gritos y el sonidos de las cámaras sacando fotos. Mañana será cosa de los diarios, y yo seré cosa de los psiquiátricos. Pero mierda, que no se olvidarán de mí.

sábado, 24 de julio de 2010

EW

Salimos y la ciudad de Horlas nos rodea,
acechantes, helados, semiselváticos.
El bar es tuyo,
con tu onda flapper bailando entre los Morlocks.
hábitat artificial de una gringa inventada.
le invito una cerveza a tu sonrisa
(a vos por ser de afuera te las cobran más caras)
y me agradeces con tu español entrecortado,
alto altaico, celta y germánico.
Since when you became extinct in the wild?
te pregunto, pero no contestas.
ya estas sonriendo de nuevo,
pensando en nuevos esfuerzos por parecer original
y me contás de tus pinturas aguachentas
y tus peleas con tus maestros
(el artista no es artista si no tiene bardo)
Since when you became extinct in the wild?
tus movimientos enmascaran tu cansancio
y brindas a la Gloria de príncipes muertos.
animal sonriente, muestra sus dientes en señal de alerta
pero parece gesto de alegría.
me resisto a dejarte hasta que el lugar se vacía
y puedo por fin ver tu melancolía soviética
cuando se te cae la máscara de polvo
(la ópera de Pekín hoy no toca)
vení, te llevo a tu casa
(¿dónde vivís, por cierto?)
y te dejo en la puerta del Hostel
imaginando tus documentos rojos
y su portada que dice Extinct in the Wild

viernes, 16 de julio de 2010

El Libro

Huayra abre el libro, sentada en su cama. Abajo, Capac mira el mundo desde la nube de su ebriedad. Ha estado así, silencioso, bebido, desde que volvió de las selvas. El libro es una maravilla. Huayra no puede entender la apretada caligrafía escarlata del texto. Su hermano tampoco. Él sí ha estudiado la lengua dada por el Simio Hábil a su pueblo. Pero esta es otra lengua, donde las cosas no quieren decir nada, y las palabras corren en líneas rojas de las que caen puntos y rectas como lluvia de tinta. Sólo los níveos se entienden con esas nubes, sólo los níveos. Al los costados de las palabras, robándoles espacio, se alzan los más maravillosos dibujos que jamás los hermanos hubieran visto. A Huayra aún le brillan los ojos cuando ve las ilustraciones fantásticas, ricamente iluminadas. Ahí está el colibrí con su plumaje multicolor, el quetzal con su pluma de jade, los ciervos de pelambre marrón devorados por jaguares de bocas rojas como sangre y pelaje de oro dorado. La Selva, frondosa, verde, misteriosa, parece asediar el texto carmesí en cada folio del texto
Su hermano y ella hojeaban fascinados el libro cada noche, a la luz de los candiles de la posada que su padre maneja. Los ojos les brillaban a los dos al abrirlo. Se emocionaban cuando veían los horizontes verdes de la selva alzarse sobre el texto y desgranarse en un espectáculo de aves. Se asustaban al ver los feroces jaguares de ojos pintados y casi podían oír sus rugidos, se maravillaban al ver las enormes serpientes que abrazaban al texto y parecían querer estrangularlo. Fue por eso que Capac decidió unirse a los Esclavos de Batalla. El padre no quiso saber nada, era muy joven para esas cosas. Mejor quedarse acá y aprender lo necesario para cuidar el negocio familiar, tomar esposa, tener hijos y morirse de viejo. Pero para el joven, vivir en la llanura infinita, tostada por el sol, era un martirio luego de ver los verdes de la selva entintando el libro. Se unió asi apresurado. Estaba hermoso en su uniforme marrón, con sus botas lustrosas y su pluma en el casco. Se fue con otros muchachos, casi todos de su edad, a la selva. Huayra lloraba. Traería colibríes multicolores, prometió. Traería quetzales con plumas de jade y astas de ciervos y pelajes de jaguares de oro. Le traería retazos de la selva, joyas de la ciudad inmensa que allí se escondía. Todo se redujo a eso, a soñar con los colibríes y los quetzales, y los ciervos y los jaguares, y esperar, y esperar.
Unas semanas atrás, Capac había vuelto. El uniforme tan destrozado y harapiento con él mismo. Una cinta amarilla lo marcaba como desertor. El ejercito se había desbandado en Laguna Muerta, un paraje en medio de la selva tan malsano y horrendo como los otros. Él sólo se había perdido, decía. Los demás hacían como si le creyeran para esconderlo de su vergüenza de desertor. Como había pasado con otros soldados, su alma se había escapado en alguna de tantas escaramuzas y él había vuelto sin ella. Sus ojos no brillaban ya, parecían los de un animal muerto, inexpresivo. Se quedaba largas horas, los ojos muy abiertos, la expresión sorprendida, como mirando algún lugar lejano y terrible. Bebía copiosamente, escondiéndose de la selva y sus guerras tras nubes de alcohol.
¿Los colibríes? Sí había cazado varios. Pero se morían en las jaulas. No tenían patas, y al no tener como posarse, caían rendidos, el corazón reventado y las alitas rotas. Un par de quetzales habían venido en una precaria jaula de cañas, pájaros sin otra belleza que una larga pluma verde y que no valían la cantidad de muertos que costaba cada cacería. No había visto ciervos. Al jaguar tampoco. El felino sólo era un terrible rugido que se extendía por toda la selva cuando los soldados volvían a ser hombres y se reían de alguna chanza o trataban de relajarse, era algún alarido horrendo en mitad de la noche cuando se llevaba algún incauto hacía las sombras de la selva. ¿La Selva? Era un monstruo interminable, que vigilaba continuamente a los soldados y los asediaba con nubes de mosquitos y otras alimañas. Las serpientes si eran como las del libro. Enormes, largas y viscosas, se había hartado de ver compañeros con los brazos negros, gangrenados por la mordida de alguna de esas terribles cosas. Aparte de esas cosas, Capac casi no hablaba. Su mirada desaforada, demente, miraba una selva que estaba a leguas y leguas de allí y que de la no acababa de salir, como si no fuera a terminarse nunca.
Huayra toma el libro y se acerca al brasero. Una a una arranca las hojas de aquel libro maldito que le ha robado a su hermano con promesas falsas y lo ha arrastrado a una tierra maldita. Una a una las arranca y las tira a las brasas humeantes, pardas. Primero se ennegrecen y humeaban, arden brillantes después. Una a una las arranca y uno a uno van ardiendo los colibríes multicolores, los quetzales de jade, los ciervos marrones, los jaguares de oro…

martes, 13 de julio de 2010

Nuez Moscada


Repongo la góndola, 
con paquetes rojos y brillantes
llenos de especias castañas y de olor suave.
un paquete se rompe, las semillas caen al piso
y ya no valen nada.
me invade su olor dulzón, afrodisíaco,
el recuerdo de que escondía una riqueza inconcebible
la memoria de los miles que mataron y murieron por ella,
la historia de las civilizaciones antiguas y sagradas
arrancadas del suelo como yuyos,
los sueños de los piratas y traficantes que se lanzaron al mar
buscando destinos de oro y acero.

¿Cúanto está la nuez moscada?
Siete con sesenta, señora.

viernes, 9 de julio de 2010

Los Hámsteres (Para Lulla)

Julieta ama sus hámsteres. Vivimos en departamento pequeño y no tenemos mucho espacio. Me hubiera gustado poder tener un perro. Pero los pequeños ratones son más cómodos y ocupan menos espacio. Gracias a ellos, Juli tiene algo que cuidar y aprende el valor de la responsabilidad. Los alimenta y los cuida con amor y dedicación. Es sorprendente lo en serio que se toma el asunto.
Hace un mes les compramos un alimento nuevo. La verdad no me convence demasiado, pero es más barato. Aparte, los ratones parecen comerlo con verdadera avidez. Al parecer es una delicia. Sepa Dios con que lo hacen, pero les gusta y me sale menos. Julieta le tiene que dar menos alimento, me tengo que acordar de decirle. Están gordos e hiperactivos. Por las noches, se los puede oír roer los barrotes de su jaula. Por el día, Julieta los suelta y corren por la cocina como si fueran pequeños depredadores royendo en su mundo particular.
El otro día, encontré mordiscos en los muebles del living. Me enojé con ellos. Julieta puso su cara de cachorro triste y me pidió que los perdonara. La verdad, no puedo con su cara de cachorro. No me quedó otra que perdonarlos.
La verdad que el alimento les hace bien. Están gordos, enérgicos, fuertes. La verdad estoy satisfecha con ellos. Los oigo rechinar sus dientes en la cocina, Julieta no parece hacer nada. Es raro que esté tan silenciosa, generalmente hace mucho ruido.
Entro al living. Julieta está en el piso, toda roja. Los hámsteres, gordos y rechonchos, roen ávidos su cuello destrozado. Aún queda una chispa en sus ojitos marrones. Y me mira con esa cara de cachorro que pone, como pidiéndome que los perdone.

domingo, 4 de julio de 2010

El Ojo

La tierra estaba helada y en calma esa mañana. Scottie la sintió como si estuviera lejos, viéndola desde lo alto del cielo o debajo del mar. Estaba aturdido y hambriento. Como todos, había nacido en de una madre y se había criado en campos congelados en invierno y olorosos y verdes en verano. Como todos, había amado y odiado, había apostado, había hecho el amor bajo un pino una primavera del 14. Como todos, había dejado su Terranova natal a bordo de un buque blanco y que olía a repollo y a hombres sudorosos. Como todos, se había puesto un uniforme del ejército y ahora esperaba, acurrucado, el silbato que lo liberaría de la tensión y lo lanzaría trinchera afuera.
Afuera del pozo, el campo estaba silencioso y en ruinas. El heno tostado por el sol había sido reemplazado por barro y balas de cañón que no habían estallado. La brisa traía el olor de la pólvora y la podredumbre. A la distancia, los alemanes gritaban ferozmente recomponiendo sus líneas desbastadas por la feroz descarga de artillería. Todos esperaban nerviosos el silbato, el silbato.
El silbato los liberaría. Activaría en el cuerpo tenso una energía vital incontenible, y los haría saltar fuera de las trincheras como si fueran muñecos de resorte. Correrían a los gritos por la tierra de nadie hasta las posiciones enemigas. Sería fácil, les habían dicho. A estas alturas, se tendrían que pelear por matar a algún alemán. La artillería había hecho todo el trabajo. Bueno, al menos saldrían de los pozos de zorro. No sabía que El Ojo estaba por encontrarlo.
El silbato sonó a la distancia, seguido por un alarido que parecía venido desde otro mundo. Los hombres treparon las escaleras improvisadas velozmente y al cabo de unos momentos, Scottie se dio cuenta de que estaba corriendo libre por el lodazal, gritando a voz en cuello con su rifle en la mano y la bayoneta brillante como si fuera una estrella que le indicaba el rumbo. No pensaba que muchos otros, en otros tiempos del mundo, habían corrido como él. No pensaba que los hombres que tenía a su lado bien podían haber sido vikingos, o romanos, o cavernícolas. No pensaba, solo corría y gritaba y gritaba y corría. No sabía que El Ojo estaba por encontrarlo.
Los alemanes recién empezaban a disparar.
Los alemanes, que se suponían estaban casi todos muertos, disparaban con precisión y cuidado. Sus ametralladoras mordían la carne de los hombres, que morían sorprendidos y asustados. Caían en oleadas, como derribados por un viento infernal, contorsionándose en el barro. Scottie no los veía, no veía nada, solo cargaba y gritaba, como todos.
El Ojo lo encontró. Estaba escondido en el plomo de una bala. Antes, El Ojo había sido una mota de polvo, la mandíbula de una ballena, una moneda, un planeta y un pensamiento. En el futuro, será mil cosas más, siguiendo la aleatoriedad de sus caprichos. La bala golpeó a Scottie en el pecho y lo tiró al barro. Sintió el latido de su corazón. Luego sintió algo como el piquete de una avispa al, pero cuando trató de pararse y no pudo comprendió lo que había pasado. Parpadeó. Sintió un latido de su corazón.
De repente, sintió cada cosa en el mundo. Cada partícula del mundo, de los mundos, del universo. Vio el lugar que ocupaba cada insecto, cada árbol, cada bala disparada por las ametralladoras, cada cuerpo caído en el barro. Sintió el peso de cada hueso, de cada planeta, de cada estrella. Vio cosas incompresibles flotando a millones de kilómetros. Vio átomos y galaxias, a los vivos y a los muertos. Comprendió el pasado de todas las cosas, su futuro y todas las cosas que podrían haber sido. Vio a todos los hombres, fue todos los hombres. Ante sus ojos, el pasado y el futuro eran presente. Vio el destino de cada alemán que disparaba y sintió pena por ellos. Vio el destino de todos los seres que aún no habían nacido, su lugar, su historia y su final. Vio apagarse estrellas y morirse mundos. Vio estallar soles y colisionar galaxias. Vio el final del camino ensombrecerse antes la débil luz de lo que sería el primer amanecer. Sintió el latido de su corazón.
Sonrió. Los tiempos aún eran uno solo frente a su mirada. Contempló el cielo, ardiendo por dentro. Los sonidos de las balas y los gritos llegaban amortiguados. Él sabía el destino de cada bala y el de cada partícula que la formaba. Cerró los ojos.
James Scott murió el primero de Julio de 1916.

viernes, 2 de julio de 2010

La Nena

El que cree que lo peor del encierro es la soledad se equivoca. Lo peor del encierro es el tedio. Es el ver las mismas caras una y otra vez, el vivir en un mundo uniforme, sin variación. La misma copia del Dalí en la pared, las mismas manchas de humedad, los mismos muebles. LA compañía sólo empeora los problemas del encierro. Los mismos vecinos, compañeros de encierro, las mismas peleas, las mismas conversaciones, la misma rutina repetidas una y otra vez hasta la locura. Los vecinos no tardan en odiarse, en pasar de ser extraños a ser conocidos y desde ahí a ser enemigos mortales. Somos seis personas en El Edificio. Los Esposa, señor y señora. Hartantes, chismosos e hipócritas, sonríen y por lo bajo critican sin que se les mueva un pelo. Andrea, la psicóloga es una loca que le dice a los cuerdos que están enfermos. Se la pasan analizándonos, para matar el tedio. Pero hasta eso aburre, porque todos los hombres-pacientes son iguales. Todos somos un caso de manual. El encierro nos está matando y ella no necesita de sus muchos libros para darse cuenta de ellos. En mi piso se multiplican los departamentos vacíos. Mi vecina se llama Gloria, es una mujer joven con una hija pequeña y el recuerdo de un marido del que casi no habla. Tiene un ángel pequeñito, una amorosa chiquita de carita seria y rasgos elegantes. De pelo negro que peino con sumo cuidado. De mejillas que beso y manitos que levantan las taza de té con los meñiques extendidos. El encierro empeora cuando además de aburrimiento se siente hambre. Sísifo y yo todavía tenemos reservas, pero me harto de decirle a los Esposa que ya no tengo más nada. Ellos ya se comieron todas sus raciones. No comer no le haría tanto daño al Señor Esposa. Apuesto que si lo matamos, tenemos grasa para todo el mes más o menos. Ayer me dijo que si le conseguía azúcar, él me daría cigarrillos. Viejo mentiroso, todos saben que los cigarrillos y el azúcar son lo primero que se termina. Comé Sísifo, por favor. Ya sé que el Pemmican no te gusta, pero ya no hay otra cosa. La masa de grasa fría y dura, con maní y otras frutas secas, es la única reserva de la que dispongo. El manual decía que un soldado puede vivir un día con 250 gramos de Pemmican. Pero vaya uno a saber que le ponían los ingleses al suyo. LE regalé un poco a Gloria, pero la nena lo vomita. En un sacrificio, le regalé todo el alimento de gatos que tenía –Sísifo aún no me lo perdona- y mi reserva de azúcar. Estos pequeños regalos no son desinteresados. Los rumores corren. Los Esposa los llevan como pájaros mugrientos y los graznan en todos los oídos. Hasta yo me doy cuenta de que no miro a la nena con ojos dulces y cariñosos. Hasta a mí se me nota el hambre. Si Gloria no se ha cambiado de piso o simplemente no me ha prohibido ver a su hija es porque sabe que sin mí pasarán hambre. Muero por un cigarrillo, por un baño caliente y un chocolate. Cuando se tiene hambre y solo hay grasa para comer, lo mejor es dormir. Comé eso Sísifo, por favor.
Duermo. Estoy en una habitación a oscuras. Enormes muñecas de porcelana olfatean la oscuridad, buscándome. Intento no moverme para que no se den cuenta de mi presencia. Pero tiemblo de miedo y las muñecas crujen mientras se me acercan. Me despierto. No puedo moverme. Una muñeca inmensa me mira desde el living. No se mueve, no hace nada. Solo me mira. No puedo quitarle los ojos de encima. Intento arrastrarme hasta el baño para poder esconderme, siempre mirándola. Mi cuerpo no me hace caso, no puedo moverme. ¡Mierda, no me puedo mover! ¡Mierda! El grito explota en mi garganta si hacer ni un sonido y me hace doler las amígdalas. ¡Mierda! ¡Ayuda! ¡Por favor!
Me despierto. Sísifo llora pidiendo comida. Pisos más abajo, la Señora Esposa grita y la nena juega en la escalera. Anoche me abrieron la puerta. No se como hicieron, pero la abrieron. Sólo Gloria tiene llave. Y ella no fue, estoy seguro. Los Esposa me dicen de todo, yo no me quedo atrás tampoco. No me falta nada, Señora Esposa, pero la violación a mi intimidad es grave. Ya sabré quien fue y ajustaré cuentas, todas las cuentas con esa persona. Subo a la azotea. La nena remonta un barrilete. Me siento y la miro concentrarse en el arte de que no se enreden los muchos hilos, de tenerlo siempre contra el viento. El encierro saca lo peor de las personas, los expone a sus peores instintos. Ah, Doctora, siéntese. Me decía que el encierro saca lo peor de las personas. Los expone a sus peores instintos. El fastidio obliga a la mente a recorrer lugares nuevos para no aburrirse y entonces exploramos los peor de nosotros mismos. Lo más oscuro, lo que los años habían logrado tapar debajo de capaz de honestidad e hipocresía. El encierro pone a prueba la mente humana, lo obliga a encontrarse consigo mismo, con su lado más tenebroso, más perverso. Normalmente, en el ajetreo de las ciudades, en el ruido de la vida, no escuchamos esas voces. Pero encerrados acá, sentimos los profundo de nuestra alma hablarnos, decirnos que hagamos cosas. ¿Escuchás voces, Ada? No, Doctora…era una forma de decir nomás. Me voy. Abajo, el Pemmican y Sísifo me están esperando. No hay anda más triste que comer grasa con frutas secas y nada más. Hasta el agua tiene feo gusto. El encierro nos encuentra con nosotros, con lo peor de nosotros. ¿Tendrá una parte oscura la nena? ¿Habrá maldad debajo de esos bucles castaños? La imagino perversa, sensual, manipuladora. La imagine mirándome como invitándome a estar con ella. Me regocijo imaginándola gimiendo mientras se toca. No llego a ningún lado, menos al orgasmo. Los Esposa me tocan la puerta. Hasta para eso son inoportunos los vecinos. Si si, que voy a estar haciendo. Organizamos un plan para conseguir comida y se van. De ser por mí, me iría a la mierda y no volvería nunca más. Pero afuera es sólo perros salvajes aullando en casas desiertas y papeles arrastrándose por calles vacías.
Sueño. La nena se agita mientras corre entre árboles putrefactos. El bosque huele dulzón, puedo oler el miedo almizclado de la nena y me hincho de placer cuando la oigo gritar al tropezarse con una rama. Yo no corro, camino sin hacer un ruido. Se siente un poder extraordinario al acechar una presa. El placer de saber que la victima no puede verme pero que yo si se donde está, de saber que usa todas sus fuerzas y se agota lentamente intentando huir mientras yo ni siquiera transpiro. Sus caídas y grititos de miedo me excitan. La busco para capturarla, para llegar al clímax de la cacería. De golpe, todo el bosque se calla. Siento el miedo atorarse en mi garganta e impedirme respirar. La nena me estaba acechando a mí. Fingí huir asustada para arrastrarme a un lugar donde poder someterme a sus anchas. Oigo un ruido y miro hacía los arbustos podridos. El golpe viene desde atrás, certero, doloroso. Me despierto con un grito y una sensación de dientes en mi cuello. El gato me mira nervioso. Me arranco las sábanas húmedas y me doy cuenta de que me hice pis dormida.
Ni siquiera me cambio la ropa. Ni ganas de moverme tengo. Sísifo pide por comida que no hay. En el piso, un papel amarillo me dice que me invitan a jugar al papá y a la mamá. Sonrío enamorada. Me baño, me perfumo, me entalco y me visto como si fuera a salir con un chongo. Controlate, Ada, no que te fueras a encamar con ella. Dejo a Sísifo hablando solo, esta celoso el pobre.
Toco. La nena me recibe totalmente metida en su papel de esposa. Beso sus mejillas coloradas, cálidas. Abrazo su cuerpo chiquito y liviano. ¿Gloria no está? pregunto por si acaso. Mamá duerme, me dice. Yo voy a la pieza a ver si en serio duerme o si me vigila.
Al mismo tiempo que oigo la cerradura de la puerta, veo a Gloria con los ojos abiertos, el cuello destrozado, roja. En el reflejo del espejo veo a la nena mirándome. ¿O es la muñeca? Intento gritar, huir. Pero al igual que en mis sueños, ni siquiera puedo moverme.