domingo, 4 de julio de 2010

El Ojo

La tierra estaba helada y en calma esa mañana. Scottie la sintió como si estuviera lejos, viéndola desde lo alto del cielo o debajo del mar. Estaba aturdido y hambriento. Como todos, había nacido en de una madre y se había criado en campos congelados en invierno y olorosos y verdes en verano. Como todos, había amado y odiado, había apostado, había hecho el amor bajo un pino una primavera del 14. Como todos, había dejado su Terranova natal a bordo de un buque blanco y que olía a repollo y a hombres sudorosos. Como todos, se había puesto un uniforme del ejército y ahora esperaba, acurrucado, el silbato que lo liberaría de la tensión y lo lanzaría trinchera afuera.
Afuera del pozo, el campo estaba silencioso y en ruinas. El heno tostado por el sol había sido reemplazado por barro y balas de cañón que no habían estallado. La brisa traía el olor de la pólvora y la podredumbre. A la distancia, los alemanes gritaban ferozmente recomponiendo sus líneas desbastadas por la feroz descarga de artillería. Todos esperaban nerviosos el silbato, el silbato.
El silbato los liberaría. Activaría en el cuerpo tenso una energía vital incontenible, y los haría saltar fuera de las trincheras como si fueran muñecos de resorte. Correrían a los gritos por la tierra de nadie hasta las posiciones enemigas. Sería fácil, les habían dicho. A estas alturas, se tendrían que pelear por matar a algún alemán. La artillería había hecho todo el trabajo. Bueno, al menos saldrían de los pozos de zorro. No sabía que El Ojo estaba por encontrarlo.
El silbato sonó a la distancia, seguido por un alarido que parecía venido desde otro mundo. Los hombres treparon las escaleras improvisadas velozmente y al cabo de unos momentos, Scottie se dio cuenta de que estaba corriendo libre por el lodazal, gritando a voz en cuello con su rifle en la mano y la bayoneta brillante como si fuera una estrella que le indicaba el rumbo. No pensaba que muchos otros, en otros tiempos del mundo, habían corrido como él. No pensaba que los hombres que tenía a su lado bien podían haber sido vikingos, o romanos, o cavernícolas. No pensaba, solo corría y gritaba y gritaba y corría. No sabía que El Ojo estaba por encontrarlo.
Los alemanes recién empezaban a disparar.
Los alemanes, que se suponían estaban casi todos muertos, disparaban con precisión y cuidado. Sus ametralladoras mordían la carne de los hombres, que morían sorprendidos y asustados. Caían en oleadas, como derribados por un viento infernal, contorsionándose en el barro. Scottie no los veía, no veía nada, solo cargaba y gritaba, como todos.
El Ojo lo encontró. Estaba escondido en el plomo de una bala. Antes, El Ojo había sido una mota de polvo, la mandíbula de una ballena, una moneda, un planeta y un pensamiento. En el futuro, será mil cosas más, siguiendo la aleatoriedad de sus caprichos. La bala golpeó a Scottie en el pecho y lo tiró al barro. Sintió el latido de su corazón. Luego sintió algo como el piquete de una avispa al, pero cuando trató de pararse y no pudo comprendió lo que había pasado. Parpadeó. Sintió un latido de su corazón.
De repente, sintió cada cosa en el mundo. Cada partícula del mundo, de los mundos, del universo. Vio el lugar que ocupaba cada insecto, cada árbol, cada bala disparada por las ametralladoras, cada cuerpo caído en el barro. Sintió el peso de cada hueso, de cada planeta, de cada estrella. Vio cosas incompresibles flotando a millones de kilómetros. Vio átomos y galaxias, a los vivos y a los muertos. Comprendió el pasado de todas las cosas, su futuro y todas las cosas que podrían haber sido. Vio a todos los hombres, fue todos los hombres. Ante sus ojos, el pasado y el futuro eran presente. Vio el destino de cada alemán que disparaba y sintió pena por ellos. Vio el destino de todos los seres que aún no habían nacido, su lugar, su historia y su final. Vio apagarse estrellas y morirse mundos. Vio estallar soles y colisionar galaxias. Vio el final del camino ensombrecerse antes la débil luz de lo que sería el primer amanecer. Sintió el latido de su corazón.
Sonrió. Los tiempos aún eran uno solo frente a su mirada. Contempló el cielo, ardiendo por dentro. Los sonidos de las balas y los gritos llegaban amortiguados. Él sabía el destino de cada bala y el de cada partícula que la formaba. Cerró los ojos.
James Scott murió el primero de Julio de 1916.

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