El que cree que lo peor del encierro es la soledad se equivoca. Lo peor del encierro es el tedio. Es el ver las mismas caras una y otra vez, el vivir en un mundo uniforme, sin variación. La misma copia del Dalí en la pared, las mismas manchas de humedad, los mismos muebles. LA compañía sólo empeora los problemas del encierro. Los mismos vecinos, compañeros de encierro, las mismas peleas, las mismas conversaciones, la misma rutina repetidas una y otra vez hasta la locura. Los vecinos no tardan en odiarse, en pasar de ser extraños a ser conocidos y desde ahí a ser enemigos mortales. Somos seis personas en El Edificio. Los Esposa, señor y señora. Hartantes, chismosos e hipócritas, sonríen y por lo bajo critican sin que se les mueva un pelo. Andrea, la psicóloga es una loca que le dice a los cuerdos que están enfermos. Se la pasan analizándonos, para matar el tedio. Pero hasta eso aburre, porque todos los hombres-pacientes son iguales. Todos somos un caso de manual. El encierro nos está matando y ella no necesita de sus muchos libros para darse cuenta de ellos. En mi piso se multiplican los departamentos vacíos. Mi vecina se llama Gloria, es una mujer joven con una hija pequeña y el recuerdo de un marido del que casi no habla. Tiene un ángel pequeñito, una amorosa chiquita de carita seria y rasgos elegantes. De pelo negro que peino con sumo cuidado. De mejillas que beso y manitos que levantan las taza de té con los meñiques extendidos. El encierro empeora cuando además de aburrimiento se siente hambre. Sísifo y yo todavía tenemos reservas, pero me harto de decirle a los Esposa que ya no tengo más nada. Ellos ya se comieron todas sus raciones. No comer no le haría tanto daño al Señor Esposa. Apuesto que si lo matamos, tenemos grasa para todo el mes más o menos. Ayer me dijo que si le conseguía azúcar, él me daría cigarrillos. Viejo mentiroso, todos saben que los cigarrillos y el azúcar son lo primero que se termina. Comé Sísifo, por favor. Ya sé que el Pemmican no te gusta, pero ya no hay otra cosa. La masa de grasa fría y dura, con maní y otras frutas secas, es la única reserva de la que dispongo. El manual decía que un soldado puede vivir un día con 250 gramos de Pemmican. Pero vaya uno a saber que le ponían los ingleses al suyo. LE regalé un poco a Gloria, pero la nena lo vomita. En un sacrificio, le regalé todo el alimento de gatos que tenía –Sísifo aún no me lo perdona- y mi reserva de azúcar. Estos pequeños regalos no son desinteresados. Los rumores corren. Los Esposa los llevan como pájaros mugrientos y los graznan en todos los oídos. Hasta yo me doy cuenta de que no miro a la nena con ojos dulces y cariñosos. Hasta a mí se me nota el hambre. Si Gloria no se ha cambiado de piso o simplemente no me ha prohibido ver a su hija es porque sabe que sin mí pasarán hambre. Muero por un cigarrillo, por un baño caliente y un chocolate. Cuando se tiene hambre y solo hay grasa para comer, lo mejor es dormir. Comé eso Sísifo, por favor.
Duermo. Estoy en una habitación a oscuras. Enormes muñecas de porcelana olfatean la oscuridad, buscándome. Intento no moverme para que no se den cuenta de mi presencia. Pero tiemblo de miedo y las muñecas crujen mientras se me acercan. Me despierto. No puedo moverme. Una muñeca inmensa me mira desde el living. No se mueve, no hace nada. Solo me mira. No puedo quitarle los ojos de encima. Intento arrastrarme hasta el baño para poder esconderme, siempre mirándola. Mi cuerpo no me hace caso, no puedo moverme. ¡Mierda, no me puedo mover! ¡Mierda! El grito explota en mi garganta si hacer ni un sonido y me hace doler las amígdalas. ¡Mierda! ¡Ayuda! ¡Por favor!
Me despierto. Sísifo llora pidiendo comida. Pisos más abajo, la Señora Esposa grita y la nena juega en la escalera. Anoche me abrieron la puerta. No se como hicieron, pero la abrieron. Sólo Gloria tiene llave. Y ella no fue, estoy seguro. Los Esposa me dicen de todo, yo no me quedo atrás tampoco. No me falta nada, Señora Esposa, pero la violación a mi intimidad es grave. Ya sabré quien fue y ajustaré cuentas, todas las cuentas con esa persona. Subo a la azotea. La nena remonta un barrilete. Me siento y la miro concentrarse en el arte de que no se enreden los muchos hilos, de tenerlo siempre contra el viento. El encierro saca lo peor de las personas, los expone a sus peores instintos. Ah, Doctora, siéntese. Me decía que el encierro saca lo peor de las personas. Los expone a sus peores instintos. El fastidio obliga a la mente a recorrer lugares nuevos para no aburrirse y entonces exploramos los peor de nosotros mismos. Lo más oscuro, lo que los años habían logrado tapar debajo de capaz de honestidad e hipocresía. El encierro pone a prueba la mente humana, lo obliga a encontrarse consigo mismo, con su lado más tenebroso, más perverso. Normalmente, en el ajetreo de las ciudades, en el ruido de la vida, no escuchamos esas voces. Pero encerrados acá, sentimos los profundo de nuestra alma hablarnos, decirnos que hagamos cosas. ¿Escuchás voces, Ada? No, Doctora…era una forma de decir nomás. Me voy. Abajo, el Pemmican y Sísifo me están esperando. No hay anda más triste que comer grasa con frutas secas y nada más. Hasta el agua tiene feo gusto. El encierro nos encuentra con nosotros, con lo peor de nosotros. ¿Tendrá una parte oscura la nena? ¿Habrá maldad debajo de esos bucles castaños? La imagino perversa, sensual, manipuladora. La imagine mirándome como invitándome a estar con ella. Me regocijo imaginándola gimiendo mientras se toca. No llego a ningún lado, menos al orgasmo. Los Esposa me tocan la puerta. Hasta para eso son inoportunos los vecinos. Si si, que voy a estar haciendo. Organizamos un plan para conseguir comida y se van. De ser por mí, me iría a la mierda y no volvería nunca más. Pero afuera es sólo perros salvajes aullando en casas desiertas y papeles arrastrándose por calles vacías.
Sueño. La nena se agita mientras corre entre árboles putrefactos. El bosque huele dulzón, puedo oler el miedo almizclado de la nena y me hincho de placer cuando la oigo gritar al tropezarse con una rama. Yo no corro, camino sin hacer un ruido. Se siente un poder extraordinario al acechar una presa. El placer de saber que la victima no puede verme pero que yo si se donde está, de saber que usa todas sus fuerzas y se agota lentamente intentando huir mientras yo ni siquiera transpiro. Sus caídas y grititos de miedo me excitan. La busco para capturarla, para llegar al clímax de la cacería. De golpe, todo el bosque se calla. Siento el miedo atorarse en mi garganta e impedirme respirar. La nena me estaba acechando a mí. Fingí huir asustada para arrastrarme a un lugar donde poder someterme a sus anchas. Oigo un ruido y miro hacía los arbustos podridos. El golpe viene desde atrás, certero, doloroso. Me despierto con un grito y una sensación de dientes en mi cuello. El gato me mira nervioso. Me arranco las sábanas húmedas y me doy cuenta de que me hice pis dormida.
Ni siquiera me cambio la ropa. Ni ganas de moverme tengo. Sísifo pide por comida que no hay. En el piso, un papel amarillo me dice que me invitan a jugar al papá y a la mamá. Sonrío enamorada. Me baño, me perfumo, me entalco y me visto como si fuera a salir con un chongo. Controlate, Ada, no que te fueras a encamar con ella. Dejo a Sísifo hablando solo, esta celoso el pobre.
Toco. La nena me recibe totalmente metida en su papel de esposa. Beso sus mejillas coloradas, cálidas. Abrazo su cuerpo chiquito y liviano. ¿Gloria no está? pregunto por si acaso. Mamá duerme, me dice. Yo voy a la pieza a ver si en serio duerme o si me vigila.
Al mismo tiempo que oigo la cerradura de la puerta, veo a Gloria con los ojos abiertos, el cuello destrozado, roja. En el reflejo del espejo veo a la nena mirándome. ¿O es la muñeca? Intento gritar, huir. Pero al igual que en mis sueños, ni siquiera puedo moverme.
Cara Berlangganan WeTV
Hace 1 año
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