Huayra abre el libro, sentada en su cama. Abajo, Capac mira el mundo desde la nube de su ebriedad. Ha estado así, silencioso, bebido, desde que volvió de las selvas. El libro es una maravilla. Huayra no puede entender la apretada caligrafía escarlata del texto. Su hermano tampoco. Él sí ha estudiado la lengua dada por el Simio Hábil a su pueblo. Pero esta es otra lengua, donde las cosas no quieren decir nada, y las palabras corren en líneas rojas de las que caen puntos y rectas como lluvia de tinta. Sólo los níveos se entienden con esas nubes, sólo los níveos. Al los costados de las palabras, robándoles espacio, se alzan los más maravillosos dibujos que jamás los hermanos hubieran visto. A Huayra aún le brillan los ojos cuando ve las ilustraciones fantásticas, ricamente iluminadas. Ahí está el colibrí con su plumaje multicolor, el quetzal con su pluma de jade, los ciervos de pelambre marrón devorados por jaguares de bocas rojas como sangre y pelaje de oro dorado. La Selva, frondosa, verde, misteriosa, parece asediar el texto carmesí en cada folio del texto
Su hermano y ella hojeaban fascinados el libro cada noche, a la luz de los candiles de la posada que su padre maneja. Los ojos les brillaban a los dos al abrirlo. Se emocionaban cuando veían los horizontes verdes de la selva alzarse sobre el texto y desgranarse en un espectáculo de aves. Se asustaban al ver los feroces jaguares de ojos pintados y casi podían oír sus rugidos, se maravillaban al ver las enormes serpientes que abrazaban al texto y parecían querer estrangularlo. Fue por eso que Capac decidió unirse a los Esclavos de Batalla. El padre no quiso saber nada, era muy joven para esas cosas. Mejor quedarse acá y aprender lo necesario para cuidar el negocio familiar, tomar esposa, tener hijos y morirse de viejo. Pero para el joven, vivir en la llanura infinita, tostada por el sol, era un martirio luego de ver los verdes de la selva entintando el libro. Se unió asi apresurado. Estaba hermoso en su uniforme marrón, con sus botas lustrosas y su pluma en el casco. Se fue con otros muchachos, casi todos de su edad, a la selva. Huayra lloraba. Traería colibríes multicolores, prometió. Traería quetzales con plumas de jade y astas de ciervos y pelajes de jaguares de oro. Le traería retazos de la selva, joyas de la ciudad inmensa que allí se escondía. Todo se redujo a eso, a soñar con los colibríes y los quetzales, y los ciervos y los jaguares, y esperar, y esperar.
Unas semanas atrás, Capac había vuelto. El uniforme tan destrozado y harapiento con él mismo. Una cinta amarilla lo marcaba como desertor. El ejercito se había desbandado en Laguna Muerta, un paraje en medio de la selva tan malsano y horrendo como los otros. Él sólo se había perdido, decía. Los demás hacían como si le creyeran para esconderlo de su vergüenza de desertor. Como había pasado con otros soldados, su alma se había escapado en alguna de tantas escaramuzas y él había vuelto sin ella. Sus ojos no brillaban ya, parecían los de un animal muerto, inexpresivo. Se quedaba largas horas, los ojos muy abiertos, la expresión sorprendida, como mirando algún lugar lejano y terrible. Bebía copiosamente, escondiéndose de la selva y sus guerras tras nubes de alcohol.
¿Los colibríes? Sí había cazado varios. Pero se morían en las jaulas. No tenían patas, y al no tener como posarse, caían rendidos, el corazón reventado y las alitas rotas. Un par de quetzales habían venido en una precaria jaula de cañas, pájaros sin otra belleza que una larga pluma verde y que no valían la cantidad de muertos que costaba cada cacería. No había visto ciervos. Al jaguar tampoco. El felino sólo era un terrible rugido que se extendía por toda la selva cuando los soldados volvían a ser hombres y se reían de alguna chanza o trataban de relajarse, era algún alarido horrendo en mitad de la noche cuando se llevaba algún incauto hacía las sombras de la selva. ¿La Selva? Era un monstruo interminable, que vigilaba continuamente a los soldados y los asediaba con nubes de mosquitos y otras alimañas. Las serpientes si eran como las del libro. Enormes, largas y viscosas, se había hartado de ver compañeros con los brazos negros, gangrenados por la mordida de alguna de esas terribles cosas. Aparte de esas cosas, Capac casi no hablaba. Su mirada desaforada, demente, miraba una selva que estaba a leguas y leguas de allí y que de la no acababa de salir, como si no fuera a terminarse nunca.
Huayra toma el libro y se acerca al brasero. Una a una arranca las hojas de aquel libro maldito que le ha robado a su hermano con promesas falsas y lo ha arrastrado a una tierra maldita. Una a una las arranca y las tira a las brasas humeantes, pardas. Primero se ennegrecen y humeaban, arden brillantes después. Una a una las arranca y uno a uno van ardiendo los colibríes multicolores, los quetzales de jade, los ciervos marrones, los jaguares de oro…
Cara Berlangganan WeTV
Hace 1 año
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