viernes, 13 de marzo de 2009

Espejos o El Veedor

No olvidaré al Veedor, a su rostro pálido, a su mirada beatifica y helada, a su mirada lechosa que lo veía todo. Llevaba meses buscándolo, tratando de encontrar el paradero de alguien a quien odiaba, pero temía. Lo odiaba porque mi hermana lo amaba desde lo más íntimo de su corazón. Le temía porque ese amor era lo que impedía que mi atracción por ella se convirtiera en la enfermedad que temía. Recuerdo que lo hablé con Federico, mi único amigo, hundida en un mar de vodka y dolor, cuando la confusión se convirtió en resignación. Entré a la habitación, y justo ella se estaba cambiando. No era la primera vez que se cambiaba en frente mío, de hecho ni siquiera tenemos ropa propia, nos prestamos todo. Pero ese día, la primera reacción de mi cuerpo fue hacer fluir toda la sangre a mi cara y hacerme cerrar la puerta con violencia. Federico me explicó, borracho y risueño, que mi atracción era el colmo de la estupidez. Enamorarse de tu gemela es como amar a tu reflejo, es como amarse a si misma. Es sólo un ataque de ego, eso me dijo. Pero la sensación, el dolor no murió. Y siempre ha quedado ahí, matando de a poco cada vez que mi hermana me cuenta lo más intimo de su corazón, cada vez que me cuenta lo mucho que ama a ese chico y como lo odia y como lo ama.

Todo eso le dije al Veedor, aunque él ya lo sabía. Se lo dije como intentando justificarme por buscarlo con tanta desesperación. Ese chico había desaparecido hacia tres meses, durante sus vacaciones. Mi hermana no conocía a su familia ni a sus amigos. Simplemente se lo había tragado la tierra. Y ella sangraba y moría de a poco, mirando siempre a los lados cada vez que caminaba por la calle, esperando cruzarlo en una avenida o verlo en alguna tienda. Tenía que encontrar a ese chico, mi amor por mi hermana me lo obligaba.

El Veedor era un hombre de piel de una tez cérea, brillante, iluminada por la luz fuerte de una lámpara oculta en una alguna parte de la sala. Mi imaginación me dice que la luz emanaba de él, como un efluvio divino. Dos espejos a cada lado de él se enfrentaban y reproducían su imagen hasta el infinito. Veo cada hilo de esta realidad, niña, me dijo. Pero también veo todos los hilos que pudieron ser, así que no estoy seguro de si te seré de mucha ayuda, continuó, con su voz gastada y vieja. Por lo que hablamos, pude entender que veía el devenir de todas las cosas. Todas las cosas que eran, pero también como podían haber sido y como podrían ser. El tiempo no era importante, era un mero detalle, en cada mundo, las cosas ya estaban hechas, las cartas, todas ellas, ya se habían jugado. Me pidió que me acercara para decirle en el oído el nombre del chico que buscaba. Cuando me acerqué no pude evitar mirar a los espejos, y ver que n lo reflejaban exactamente: Algunos lo mostraban más viejo, otros más joven. En un, el se agachaba antes, en otro mucho después, hacia el final de esa galería interminable había uno donde no se reflejaba. No mirés esos reflejos, no te conciernen, me dijo. Le dije el nombre del chico. Me miró con sus ojos ciegos. Ese chico está muerto, me dijo. Era totalmente seguro que lo estaba, porque no tenía caminos hacia lo que nosotros entendemos como futuro. Sólo los muertos no tienen posibilidades, los demás las tenemos en una cantidad casi abrumadora pero lejos de ser infinita.

Que vas a hacer con esto que sabés, me preguntó. Imagino que ya sabe lo que voy a hacer, aunque yo no lo sepa, le contesté con una sonrisa. Si, es cierto, porque ya lo hiciste, me dijo y me despidió con un gesto de la mano.

Le conté a Federico, completamente drogada. No podía competir con un muerto, mi hermana lloraría toda la eternidad, y yo contendría sus lágrimas en el infierno, le dije sumida en un torbellino de tonos sepia.

Al día siguiente le conté. María, me encontré con Nicolás. Está de novio con una chica, se cambió de carrera. Me dijo que te dijera que no lo busqués, que no te contactés con él ni con su familia, ni por mail ni por teléfono ni de ningún modo. Puede ver como en la cara de mi hermana asomaba una lágrima, pero infinitamente menor que las que lloraría por un muerto.

Quiero creer que ella se dio cuenta de que yo mentía. No puedo mentirle a mi propio reflejo, se da cuenta siempre. Pero que su piedad y su inteligencia la hicieron querer creer mi mentira. Por mi lado, yo me justifico pensando que no podía competir con la memoria de alguien que se volvería cada día más hermoso, más bueno, más inteligente. No podría competir jamás con alguien a quien la imaginación y el dolor lo volverían cada día más hermoso. Preferí que su odio la salvara de amar a un muerto, y que me salvara a mí del amor imposible que me carcome y me carcomerá hasta la muerte. Igualmente no podía ser de otro modo. El Veedor ya sabía como serían las cosas, yo sólo podía cumplir con mi destino.



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