El Palacio estaba por explotar de tan lleno que estaba. El lugar estaba a oscuras, envuelto en una niebla de humo de cigarrillo. En algún lugar, una banda destrozaba un tema con notable éxito. Lulla estaba sentada en el piso, apoyándose contra la pared y con una cerveza tibia en la mano. No muy lejos de ella, El Oruga adormecía a todos con el humo brillante de su narguile. El Chori se le acercó. Era un chico aniñado, obsesionado por demostrar que era un tipo peligroso, con calle y de temer. Vivía cerca de la terminal. “Te cuento algo, Lulla. Vos después lo decorás como mejor te guste. Total, mentir se te da bien” le dijo, y se sentó al lado de ella.
“El barrio ha cambiado mucho, Lulla. Antes nos conocíamos todos. Teníamos menos cosas, pero al menos podíamos salir a la calle con más calma. Los chorros tenían códigos, jamás afanaban cerca de su casa, ni dejaban que otros roben en el barrio. Ahora todo eso está muerto. Los pibes se drogan con todo lo que encuentran y te matan una vieja por diez pesos. No hay códigos, no hay barrio, no hay nada. Antes, éramos casi un país dentro de otro, ahora demasiado que somos un montón de gente peleándola para comer todos los días.
La historia del agente Sosa es la historia de muchos de los policías. Era un chico carenciado, marginal. De pibe, se había hecho hombre a las piñas. Había robado kioscos con los amigos, había enamorado chicas en los bailes, había sido arrestado y golpeado por la policía. En busca de un trabajo seguro, se metió a policía. El cambio es natural: para ellos, es sólo un cambio de bando. Pero los métodos, la forma de comportarse no cambia nada.
A Sosa amó su trabajo desde el comienzo. Disfrutaba la cuota de poder que venía con el uniforme. Le encantaba como los pibes del barrio contestaban balbuceantes y asustados sus preguntas, como las viejas lo trataban de usted. Pero por sobretodo, disfrutaba saber que el uniforme le permitía hacer lo que quisiera. Ponía la música a todo volumen, y los vecinos no decían nada. Insultaba a los chicos del barrio, y no le decían nada. Era el policía y tenían que respetarlo, pero por encima de todo temerlo. Y amaba que le tuvieran miedo.
Se peleó con la gente de la villa desde el comienzo. Al principio fueron maltratos a los chicos que salían o entraban por los callejones. Cacheos largos, en medio de gritos y chistes obscenos. Una vez encontró a uno con un teléfono celular y lo molió a palazos. No hacía falta hacerlo en público, eso marcó el divorcio de la gente del barrio con él. Si Sosa se dio cuenta de que había hecho algo malo, no se le notó. La gente del barrio lo evitaba, temerosa de provocarlo. Los chicos se callaban ante su presencia. Era temido, odiado, respetado. Él amaba todo eso.
Sosa era escrupulosamente deshonesto. Se consideraba, como casi todos los chicos que crecen en la miseria, un sobreviviente. Había vivido a base de ingenio, de aprovecharse de lo que la vida le podía regalar y de abusar de los que estaban más abajo que él. Como policía esas cosas no cambiaron para nada. No era corrupto, su escaso poder no se lo permitía, pero si conseguía cosas gratis en los kioscos, coimeaba a las despensas que vendían cerveza fuera de hora, a los motoqueros que no usaban casco, a los que vendían marihuana, y cualquiera que hiciera algo fuera de lugar. Robaba pequeñas cosas a los que chicos a los que cacheaba. Porquerías como celulares robados o monedas. Era un sobreviviente, y había llegado a la cima de la cadena alimenticia. El barrio entero era su pastizal, pensaba.
Un día se le escapó un tiro. El chico que cacheaba venía con algo más que un teléfono celular. Forcejeó con él. Sosa tenía la costumbre de tocarlos con la pistola cuando los cacheaba. Se le escapó un tiro que dio de lleno en el pecho del pibe. El fiscal no se interesó en la causa más que los diarios. Un par de semanas después, el asunto estaba tan muerto como el chico. Sosa se había defendido de un chorrito que venía de robar un kiosco a punta de pistola, razonaron los compañeros y el asunto pasó al olvido.
Los que no se olvidaron fueron los del barrio. Ya estaban hartos de él. No pasó mucho hasta que se constituyó el tribunal. Ahí donde el estado no garantiza la justicia, la gente se encarga de proveerla, Lulla. Y casi siempre, esa justicia se parece mucho a la venganza. El tribunal se constituyó en una casa como ésta, vieja y destrozada. Un vecino defendió lo mejor que pudo a Sosa, que obviamente no estaba. Una señora lo acusó de la muerte y de mil cosas más. Doce chicos fueron el jurado. Los jueces eran los tres hombres más viejos del barrio. Para la mañana estaba la sentencia.
Si había algo que Sosa odiaba, eran los policías honestos. En sus años como agente, había llegado a odiarlos desde lo más íntimos de su corazón. Aquéllos policías bien criados, venidos de casas en barrios de clase media, criados en una burbuja por madres diligentes y padres esforzados. No tenían ni idea de cómo era la vida en realidad. No comprendían el hambre, la marginación, el luchar para sobrevivir, no comprendían nada. Por eso eran honestos, porque daban todo por sentado. Para él, que había peleado por todo lo que tenía, la honestidad era un lujo de los que habían tenido todo. Una jactancia de los pudientes.
En eso pensaba cuando sintió el primer disparo. Entró por su pierna y la sintió como la picadura de un insecto. Una quemadura leve. Había imaginado que sería algo más doloroso. Pudo ver el chico que le disparaba. Un pibe que apuntaba a cualquier lado y tiraba balas como si fueran piedrazos. Salía de una despensa cuando Sosa se lo cruzó. El chico siguió tirando, tratando de cubrir su huida con tiros, como en las películas. Herido y todo, el policía tiraba mejor. Dos balazos dieron el chico y éste cayó instantáneamente, silencioso, muerto. Sosa salió del pilar de luz que lo cubría casi al mismo tiempo que se dio cuenta de que en realidad eran dos chicos. Quiso reaccionar pero ya era tarde. Nunca supo por donde entró la siguiente bala. Quedó tirado al lado del pilar, a seis cuadras de la casa donde nació.
La prensa se volcó al asunto con la prisa que tienen los medios por contar historias heroicas. La investigación avanzó al ritmo de la furia de la sociedad. El ladrón sobreviviente fue rápidamente aprehendido. Se pidieron penas más severas para los menores de edad, como siempre. El policía fue enterrado por sus compañeros y su esposa con todos los honores del caso. Todos destacaron la vocación de servicio de Sosa, la amistad que lo unía a la gente de su barrio su honestidad, su sentido de justicia.
Sólo aquéllos vecinos que habían participado del juicio sabían que Sosa era ahora algo más que eso. Ahora era lo que él odiaba. Y se reían entre dientes.”