miércoles, 1 de diciembre de 2010

Cogeme, te agradezco

Esto los escribi a pedido, pero al final no lo envié.


Tomando cerveza,
luego del laburo,
a ellos se les ocurre ir a las putas.
perdoná, intento hacer más fácil tu trabajo,
pero eso los traigo a tu esquina.
son buenos,
aunque ahora parezcan príncipes
orgullosos de pagar a un rey mayor.
quiero que tu vida sea más simple,
eso es todo.
por eso los traigo.
no te hace falta decir
cógeme, te agradezo.
cacarean, pero son buena gente.
sos tan dulce que me das las gracias
y yo huyo helado de la vergüenza
destrás de unas lesbianas que pasean un bebé
por una vereda masticada.
en casa,
del pedo que tengo te molesto
y ruego que no les digas
cógeme, te agradezco.
después de todo
yo también laburo con guita
y no doy cambio.

lunes, 22 de noviembre de 2010

2 minutos (escritura rápida)

I
en los minutos
que diferencian a los relojes de mi dormitorio,
los astros podrían haber reptado
por el cielo negro
mientras miles nacían con llanto
y morían en susurros.
en esos ciento veinte segundos,
que no se si han pasado,
el destino forjado para mí
podría haber cambiado
siguiendo la voluntad de un oscuro dios olvidado.
pero no se si todo esto ha ocurrido.
mis relojes son imprecisos
y se adelantan y atrasan
siguiendo un mecánico capricho.

II

Gracias a su apurado reloj,
ella vive dos minutos en el futuro.
Sin necesidad de magia,
ni de consultar  oscuros arcanos
ella sabe lo que vendrá.
Sabe mi futuro,
como si hubiera visto mis cartas
antes de dármelas.
Sabe como seguirá nuestro juego,
como continuará
el mundo de peluches que nos hemos cosido.
No le sirve de mucho,
no puede cambiar nada.
Lo que tenga que ser, será.
Y yo segurié viviendo dos minutos en el pasado.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Mi gata

Mi gata anciana vive en un mundo
que aún no me ha ocurrido.
Los perros de mi madre
saltan a su alrededor,
explosivos, olfateándola.
Pero ella no les hace caso,
sigue su marcha sorda,
hacia el sillón
donde dormirá el ojo turbio
envuelta en su calma senil,
frágil y aturdida.
La miro,
recuerdo lo que aún no me ha pasado.
Le pido un consejo
que me ayude a soportar
la vejez blanc ay el olvido.
No me hace caso,
duerme muy cómoda,
ajena al ruido
del televisor,
mientras los perros y el mundo
ladran y se desquician.

martes, 9 de noviembre de 2010

Refugiados

El auto trepa
los caminos escondidos
y los clavos de las ruedas
se hunden en el barro negro
de los turbales.

Paseamos por barrios nuevos,
claros húmedos
arrancados del bosque.
Está lleno de estos refugiados,
dice la nativa.
Intentan dejar atrás el hambre y la pobreza.
escapan de su pasado,
lavan la vergüenza del fracaso
en el agua turbia de los arroyos.

Por eso corren hacia la Tierra del Fuego.
Acá, la memoria destiñe
con la nieve de Abril.
El perdón llega con las heladas.
Por eso vienen, estos refugiados.
Este es el fin del mundo.
Ya no pueden huir más lejos.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Pasajero en Tránsito

Vivo en los aeropuertos.
Decir que tengo
Una casa de ladrillos
una esposa, hijos,
un auto
es excesivo.
Yo vivo en los aeropuertos.
Me despierto en alguno,
con el sol saliendo
por cualquier lado.
Me afeito
en un baño supersónico
y desayuno en bares minimalistas
antes de partir de nuevo.
Mi familia se llama personal.
El hogar es el avión,
volando aséptico
a cinco mil metros de altura.
Mi cama,
cuatro sillas
y una campera convertida en colchón.
A veces,
ahí arriba
pienso que se me va la vida
tratando de tocar tierra.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El Tigre

A veces,
entre sueños de verde licor,
intento hablar con el tigre.
Nunca tiene sentido nuestra charla.
Toda comunicación es imposible,
solo tenemos gruñidos aleatorios
que otros dicen,
viene de Babel
y llaman idioma.
Nos peleamos a menudo,
frustrados al no saber
si el otro ve
el mundo del mismo color
o si la ignorancia
nos hace repetir que es gris
la tierra lisérgica.
Cuando lo invade
esa melancolía tan soviética,
se vuelve cemento y alambre de púas.
Quiere morderme,
pero yo soy niebla
y su mandíbula al cerrarse
resuena entre las amapolas.
En esos momentos
de enojo,
recordamos que la palabra es solo ruido,
tinta ensuciando la memoria.
Ahí es cuando nos miramos
a los ojos
y tratamos de entendernos.
No les voy a decir si lo logramos.

Dedicado a Joo, que anda medio caída estos días y no logramos entendernos. Espero que le sea macanudo xD

jueves, 21 de octubre de 2010

Ferrocarriles Argentinos

Cuando voy hacia el trabajo
siempre paso al costado de la estación.
ahí esperan, ancianos y olvidados
los vagones del Ferrocarril Argentino.
Abrazado por el ruido de mis auriculares,
casi no los escucho
cuando recuerdan del tiempo
en el que corrían
uniendo pueblos
que dormitaban en la distancia,
a los que despertaban
al grito del silbato.
el oxidado galgo blanco
empieza a hablar
de la gente
a la que llevó en su lomo
con el viento como testigo
cuando la locomotora lo calla.
es que voy apurado
y no tengo tiempo para anécdotas.
me lo perdonan,
las máquinas saben lo importante
que es llegar a tiempo.

martes, 12 de octubre de 2010

Hora de Descanso

A la hora del descanso
se cruzan la cajera
y el fiambrero.
se miran,
charlan,
buscan temas que confirmen
que se agradan.
en unos momentos,
ambos harán silencio.
él enviará mensajes
a personas desconocidas y lejanas.
ella observará la mecánica de la taza
de mate cocido
que se enfría en sus manos.
podrían haber sido
grandes amigos.
podrían haberse amado.
pero no.
son compañeros de trabajo.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Cadena de Frío

Las heladeras fallan,
no podemos correr riesgos
y agria o no,
la leche acaba en el decomiso.
a Lucas no le queda otra que purgar horas extra
contando sachets de pura, fresca leche,
que luego tira la basura.
vuelve a casa
cuando los Morlocks ya acechan en las esquinas
y se muere en su cama.
a la mañana siguiente, un zombi se despierta,
los hijos lo saludan y vuelven al Nesquick.
él mira las tazas
y se pregunta cuántos quedan afuera del milagro,
cuántos hubieran sido bendecidos por la leche desperdiciada
por heladera insensibles
al hambre.

sábado, 25 de septiembre de 2010

El Viejo (Uroboros)

¿Cuánto sale esa azúcar, pibe?
tres con cuarenta, señor.
¿y ésta?
lo mismo, señor, todas valen lo mismo.
el viejo charla
dando graznidos electrónicos,
salidos de una lata que apoya en su garganta.
como con todos,
renuevo cortesías castrenses,
muecas soviéticas,
para que entienda que no soy amistoso y se vaya.
al darme vuelta, lo miro por primera vez.
veo su mano temblorosa,
sosteniendo la voz cilíndrica,
su sonrisa resignada, sus ojos apagados.
hago algunos comentarios, le sonrío,
pierdo tiempo conversando hasta que me miran feo.
el viejo se va con el azúcar y una charla.
no jodás, le contesto a la mirada,
ese viejo soy yo, en unos años.

jueves, 23 de septiembre de 2010

La Vestal

La crucé el día de la primavera.
emo y flogger,
nativa de ninguna parte,
era la suma de las tribus urbanas.
se alzaba en las escaleras del shopping
donde al pie de sus zapatillas pony
niños peleaban para su deleite.
ella sólo bajaba el pulgar,
siguiendo su capricho electrónico,
y los ídolos caprinos caían
o se desintegraban en la niebla.
De golpe, resbaló
y rodó escaleras abajo.
para mi dolor
descubrí que era un maniquí,
un autómata de yeso,
que ahora yace roto y polvoriento
al costado de la avenida.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Esta vez no

Esta vez no lo haré.
Yo no soy, yo no tengo.
Pero no limpiaré la obsidiana rota
que ensucia tu fuerte de plastilina.
No cuidaré fruta ajena
ni jardines
de dueños estériles.
Me iré sin dejar huellas,
en silencio,
y me esconderé en un rincón de tu memoria.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Correos de Marte

Dale, desbloqueémonos
y hagamos como que charlamos por un rato.
el otro día te vi en el kiosco,
disfrazada de todo el mundo.
te reconocí por el olor.
yo tenía la mano cagada por el insomnio
y nada más que el viento para contarte.

Dale, hagamos como que charlamos.
¿de qué hablamos?
¿de los libros que ya no leés?
¿de los versos que nunca escribiste?

Hablemos mejor de tu querido clavo,
que usaste de pinza para arrancarme.
o de tu partido de palabras,
tan huecas, manoseadas y sucias
como el cenicero donde duermen las cenizas de un cigarrillo
que abandonaste al irte.

¿De qué hablamos?
¿del tiempo que se te escapa?
¿de los techos muertos que levantas por las tardes?
no, mejor no hablemos.
yo tengo nadas más que el viento para contarte.

viernes, 10 de septiembre de 2010

La Andaluza

La Andaluza llega y alegra el día.
la delatan los cascabeles de sus llaves
y las eses interminables que se unta en las góndolas.
sonríe y contagia paz,
dos cosas que los clientes suelen dejarse en el locker, con la cartera.
a veces me dice lindo y trata de sacarme conversación.
me cuenta que está extinta en la naturaleza,
que es una cachorra mimada de zoológicos ansiolíticos,
casi única, solitaria y original.
yo le sonrío y la dejo ser.
mi instinto me impide seguirle el juego.
siento que viene como los otros españoles, los de hace siglos,
a comerse a los nativos luego de aparearse con ellos

domingo, 5 de septiembre de 2010

Venus Atrapamoscas

Marianela se despertó y encontró el dormitorio iluminado por la tenue luz del amanecer. De forma mecánica, volteó su cabeza hacia el despertador, para observar la hora. Tenía el suelo ligero, y frecuentemente se despertaba en medio de la noche en mundo tenebroso y a oscuras. Faltaban cinco minutos para que tuviera que levantarse, y se quedó en la cama tibia juntando valor. La primavera recién empezaba y las noches eran frías y húmedas. Marianela se levantó, se calzó sus sandalias e instintivamente fue a la cocina a poner la cafetera. La habitación rápidamente se llenó con el ruido del gorgoteo y el olor del café recién hecho. Marianela pensaba que ese olor, ese sonido, eran el verdadero indicativo que de que el día había empezado, y lo amaba. Se quedó unos momentos observando la máquina negra, lustrosa y oyendo los cortados rugidos del borboteo del agua hirviendo. Luego fue al baño a asearse y a tratar de vestirse. Cuando entró en el dormitorio, algo de luz penetraba a través de las ligeras cortinas azules y decidió salir al balcón. El sol no había salido del todo, el viento nocturno había levantado polvo, el amanecer era débil y sangrante y doraba los contornos difusos de los edificios. El de olor de flores lunares la obligó a bajar la vista y observar la casa de la otra esquina.
Era una casa enorme, situada en la esquina enfrente del edificio de Marianela. A diferencia de las viejas y oscuras casas del barrio, no era de rasgos italianizantes, sino más bien ingleses. Tenía dos pisos, grandes ventanas y había visto un sin dudas un pasado mejor. De las profundas grietas de sus paredes, misteriosas flores se asomaban, su pintura descarada había sabido ser rosada. La rodeaba una enorme reja de hierro forjado, enraizada en un muro de roca. La reja era negra y hiedras de cobre martillado se prendían de ella a modo de decoración. Zarzas inextricables se alzaban como un muro de púas y exhibían sus pequeñas flores nocturnas y fantasmales. Sólo el jardín lucía la elegancia y el cuidado de antaño. Macizos y fuertes rosales surgían de la negra tierra aquí y allá, siguiendo líneas caprichosas.
-Ah. Ahí está. La Nena de Blanco.- murmuró Marianela al ver una figura tenue moverse entre los rosales.
Había bautizado a la cuidadora de aquel rosal La Nena de Blanco. Era una niña pequeña, grácil, que al parecer vivía sola en ese enorme y moribundo caserón. Cuidaba el jardín día y noche, regándolo, podándolo. Marianela pasaba horas imaginando quien podía ser y porqué cuidaba del jardín de una casa que más que casa era un mausoleo donde días pasados dormían el dulce sueño de los muertos. Pensó un momento más, antes de recordar que tenía trabajo y un café que la esperaba en la cocina. Era viernes, el Sol trataba de brillar entre los edificios y los chicos andaban en skate en el parque bajo la vigilante mirada de los pinos.
La Nena de Blanco la obsesionaba. En el trabajo, imaginaba la mágica historia de una niña blanca cuidando un jardín celestial. En el tedio de la facultad imaginaba un rostro infantil, luminoso, franco y claro y le agregaba una risa diáfana que rompía las brumas y calmaba los corazones. Imaginaba sus manos delgadas acariciando los pimpollos suaves. No le contaba a nadie de estos sueños ni de la Nena. Sentía que el guardar el secreto le daba una suerte de intimidad con ella. Marianela sentía que su propia soledad, tantas veces sufrida, las hermanaba. Sólo ella, Marianela, comprendía su soledad y su dolor. Sólo ella, y los rosales.
La noche se había vuelto ruidosa y sofocante. Brillantes autos pasaban en un suspiro, convertidos en ruidosos fantasmas de luz arrastrándose por el pavimento. Las botas azules y nocturnas de Marianela golpeaban fuertemente las baldosas sueltas de la vereda. Eran más de las cinco, los boliches habían cerrado y los Morlocks aprovechaban la noche sin luna para salir a la calle. Marianela se volvía sola, sus dos amigas habían encontrado mejor compañía y ahora seguramente transpiraban la noche húmeda y molesta. Un perro la seguía en silencio, olisqueando ocasionalmente el cuero púrpura de su cartera. Al cruzar la plaza, los ancianos pinos le dedicaron un piropo bastante grosero, pero Marianela fingió no escucharlos y continuó vigilando sus pies para no tropezarse con ellos. Cuando pasó por el frente de la casa de la esquina, vio la reja como si fuese la primera vez. El contorno de la casa apenas se dibujaba en la noche oscura y las hiedras de cobre parecían negras y vivas. Si no hubiera tomando los últimos dos tequilas, seguramente Marianela no hubiese estado borracha y jamás habría pensado en trepar la verja. Pero los había tomado. Sin pensar en el peligro de que algún policía la viera, trepó torpemente, como sólo podía hacerlo una mujer borracha. Al cruzar la pierna en la cima, perdió el equilibrio y cayó ruidosamente, hiriéndose con las espinas de las enredaderas. Aturdida por el golpe y el alcohol, por un momento no comprendió donde se encontraba. Hasta que sus ojos se aclararon e imaginaron el contorno oscuro de los rosales y la mole de la casa muerta.
Se puso de pie. Un ruido metálico le dijo que había sido descubierta y que la Nena de Blanco salía. Iluminada apenas por la helada luz de los faroles de la avenida, parecía niebla moviéndose lentamente a su encuentro. Marianela se acercó con cuidado, recorriendo los rosales con cuidado para no asustarla. Sólo cuando la luz de la calle iluminó su rostro pudo ver a la Nena de Blanco. La miró hipnotizada, mientras el alcohol, la sangre y la conciencia parecían escurrírseles del cuerpo con un cosquilleo.
En lugar de ojos, dos sanguiolentos y repugnantes agujeros trataban de mirarla. Un orificio horrendo se abría donde debía haber estado la nariz, como si alguien se la hubiera arrancado cruelmente. Sus dientes, destrozados e inmundos, brotaban de un agujero deforme del que salía un chillido animal.
Marianela corrió hacia la reja, aterrorizada. Sus pies, sin vigilancia, tropezaron con las raíces de los rosales y las duras espinas mordieron profundamente su carne. Trató de trepar, hiriéndose con las enredaderas que parecían alambre de púas. Tarde se dio cuenta de que el rosedal era un laberinto y de que las rejas no eran para que la gente no pudiera entrar sino para que no pudiera salir. Su conciencia la transportó al café de la mañana y la oscuridad se la llevó mientras escuchaba el gorgoteo de la cafetera.

jueves, 5 de agosto de 2010

Martes (un pedacito)

 A Isidoro Blaisten
Vuelvo del súper. Hace demasiado frío para caminar, pero es lo que hay. Aparte, caminando llego más rápido que en colectivo. Rememoro las enumeraciones de Borges en Funes el Memorioso. El ciego amaba enumerar, le permitía desplegar todo su vasto conocimiento, volver a su escrito parte de una larga lista de cosas prodigiosas y pasadas. Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos, Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio, Simónides, inventor de la mnemotecnia, Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Agreguo al propio Funes, que recordaba todo con absoluta fidelidad, a los hombres de memoria eidética y a los que sufren de Asperger para los cuales nos multiplicamos en manierismos exagerados que nunca podrán olvidarse. Para ellos el pasado no se deforma, no se vuelve más bello ni más trágico, simplemente se conserva impoluto, exacto, congelado como las palabras en las hojas de un libro que acumula polvo en un estante. Llego al departamento. El gato se vuelve muchos pidiendo por comida. Lo alimento y me voy a dormir, no estoy de humor ni para comer ni para escuchar las súplicas lejanas de las mujeres hormonales. Me duermo.
Una columna enorme de fuego se yergue en una llanura de mustio pasto amarillo. Repta lentamente, al parecer sin rumbo fijo, vagando entre la maleza rala como pastando. De repente, se detiene por un instante y mi conciencia de sueñero me dice que me está mirando. Me observa con detenimiento, incluso con el asombro que tamaño prodigio a mí me provoca. Avanza rápidamente hacia mí. Yo quiero correr, pero mi cuerpo no me hace caso. Quedo helado, más quieto que el pastizal escarchado y siento en mi espalda crecer el calor infernal de la hoguera que se me acerca. Un grito desgarrador destroza la llanura cuando me despierto. Afuera, los de EPEC cavan trincheras donde juegan a los soldados en un amanecer helado.
El día es pesado, cansador. No dormir bien no ayuda. Funes el Memorioso claramente era una referencia a la agotadora noche del insomnio. Mientras trabajo, compongo un poema a mis ojeras, uno a las ojeras de la cajera y otro al azúcar. Ninguno verá la luz, todos son muy triviales para mi ego de escritor amateur. El día se acaba de a poco, extinguiéndose a medida que las viejas van dejando el súper. En el camino, recuerdo el tiempo circular y pienso que en otroa vida también crucé este puente, este rio marchito y alimenté este gato ruidoso. Pensar todo esto no ayuda a dormir.
Me estoy ahogando. Braceo ocasionalmente para mantenerme a flote, pero cada movimiento me genera un dolor inmenso en los brazos y la espalda. Estoy muy cansado, hace muchas horas que vengo nadando, intentando encontrar algo flotando, una costa salvadora, donde salvarme y descansar el cuerpo adolorido. Pero no hay nada. Sólo aguas negras, aceitosos coágulos de sangre repugnante que queman en la garganta. Braceo, pero no sale nada, ya ni puedo mover los brazos. Las piernas hacen desesperado último intento y lentamente me sumerjo, en un pánico resignado, agotado. Me despierto con sed, y la sensación de esa sangre podrida en la garganta.
Mientras desayuno. Una nota en el diario me hace recordar un cuento de Blaisten: “Beatriz Querida”. Aristóteles me recuerda el cuento “El Aleph” en el que se inspira. La Divina Comedia debe haber pasado por mi mente, porque recuerdo el infierno donde Dante conoce a Paolo y a Francesca y ellos, unidos en un torbellino eterno, no saben donde empieza uno y acaba el otro.
Mi vecina me visita. Ella, mi Beatriz, pienso socarrón. Toda altura y belleza enérgica y maciza. Tomamos unos mates. ¿Qué hiciste estos días? ¿Cómo empezaste la semana? pregunto, para evitar que me pregunte por mis pesadillas o por mi insomnio. Y…bien…me contesta. El Lunes me volví a teñir el pelo de rojo… De golpe, hablamos del enorme grano que le afea el cachete izquierdo y le pregunto si le vino. Se sonroja y me dice que si, antes de preguntarme si vuelve a poner la pava porque el agua esta fría.
Mientras la veo mover sus caderas hacia la cocina, recuerdo a los amantes unidos, a Blaisten y a su Beatriz que pinta lo que él sueña (o él sueña lo que ella pinta, como sea) al puente sobre el río helado y casi seco, las aguas sanguionlentas y coaguladas y el genio ardiente.
Y pienso que necesito un psiquiatra.

sábado, 31 de julio de 2010

No, Chulu

A veces lloraba.
lágrimas fermentadas
en las que diluía la memoria de sus padres.
Cada tanto se acababa en llanto
y yo saboreaba aguas con gusto a viejo
maceradas de odios antiguos,
de dolores pasados,
que no podia descargar frente a nadie
salvo frente a mí.
A veces lloraba.
Hasta el día de hoy
guardo un caramelo,
(de esos ácidos)
esperando verla sentada llorando en un cantero,
listo para acariciarle el pelo
y decirle
No, Chulu, no me llore.

domingo, 25 de julio de 2010

Eróstrato

El arte es una forma de buscar inmortalidad. El que pinta, esculpe, funde, dibuja o compone una pieza de arte trata d captar algo: un momento en el tiempo, un pensamiento que pasó por su mente, la esencia de una situación. Esto mismo que estoy narrando trata de hacer eso, captar el momento y los pensamientos que tengo mientras estoy por entrar a la fama. El artista es en sí mismo alguien que busca la inmortalidad de un modo distinto. No trata de extenderse en el tiempo a través de la descendencia (salvo que puedan como hijo a un cuadro o a una canción) sino que trata de extenderse a través de sus obras. Yo sé que mi abuelo y mi padre existieron por los recuerdos que tengo de ellos. Recuerdos los momentos vividos, los pensamientos que me trasmitieron, los valores. Si abrieran mi cabeza, verían sus imágenes esculpidas en mi mente, pues la han dado forma a mis pensamientos. Eso quiere hacer el artista, darle forma a los pensamientos de los otros, para así lograr una forma de inmortalidad.
La notoriedad es una cosa rara. La fama es una forma efímera de inmortalidad. A veces, no siempre, dura tanto como la de todos. Eróstrato solo es famoso por haber quemado la maravilla, no hizo nada más. Los arquitectos de tan tamaña obra se han perdido en la bruma de mi olvido. El que la destruyó no. Él si se hizo famoso. He buscado la fama a través de los cuadros, pero no tiene caso. Son todos parecidos, y a su vez todos se parecen a algo más. Ese es el problema del arte, todo acaba pareciéndose a algo más. El que escribe finalmente se vuelve Platón o Aristóteles, el que pinta finalmente tratará de ser Miguel Ángel o alguna mano desconocida en Lascaux. Todo se repite, y yo mismo al afirmarlo me inscribo con los platónicos. El artista, el buen artista, captará la esencia de lo que muestra, y eso lo volverá a todos los demás que la captan.
La fama de Eróstrato es distinta. El llegó a inscribirse en nuestras mentes mediante un acto de violencia. Igual que Alejandro o Hitler, no nos llegan anécdotas de sus pasiones y sus pensamientos. Nos llegan historias de masacres, de latrocinios, de victorias y derrotas, de actos de vandalismo, de terrorismo. La inmortalidad plena solo puede llegar a través de estos actos. Captan una esencia que el arte sólo puede captar brevemente: La realidad es un fenómeno violento. El buen dios no hizo un mundo sin hambre, hizo depredadores y presas. Ni hizo bastante riqueza para todos. Nos dio hambre y cosas para comer. Y huracanes y terremotos. Dios se manifiesta mediante la violencia, mediante fuego y rocas ardientes.
Me acerco al cuadro. Martí Lutero mira con esa sonrisa petulante que siempre detesté desde la altura de su cuadro. Alguien podría decirme que ese no es Martín Lutero, como la pipa no es una pipa. Pero es él, no hay otro él en mi mente. Yo no conocí al teólogo, yo sólo vi sus cuadros y leí sus escritos. Martín Lutero es un muerto hace siglos, pero por sobretodo es esos escritos, y este cuadro.
El ácido cae sobre la pintura. La madera florece por debajo. Casi no llego a ver el resultado pues un par de inoportunos me toman desde atrás y me tiran al suelo. La sonrisa de Lutero se ennegrece primero y luego se derrite como si estuviera hecha de cera. Un par de persona chilla y se escuchan gritos y el sonidos de las cámaras sacando fotos. Mañana será cosa de los diarios, y yo seré cosa de los psiquiátricos. Pero mierda, que no se olvidarán de mí.

sábado, 24 de julio de 2010

EW

Salimos y la ciudad de Horlas nos rodea,
acechantes, helados, semiselváticos.
El bar es tuyo,
con tu onda flapper bailando entre los Morlocks.
hábitat artificial de una gringa inventada.
le invito una cerveza a tu sonrisa
(a vos por ser de afuera te las cobran más caras)
y me agradeces con tu español entrecortado,
alto altaico, celta y germánico.
Since when you became extinct in the wild?
te pregunto, pero no contestas.
ya estas sonriendo de nuevo,
pensando en nuevos esfuerzos por parecer original
y me contás de tus pinturas aguachentas
y tus peleas con tus maestros
(el artista no es artista si no tiene bardo)
Since when you became extinct in the wild?
tus movimientos enmascaran tu cansancio
y brindas a la Gloria de príncipes muertos.
animal sonriente, muestra sus dientes en señal de alerta
pero parece gesto de alegría.
me resisto a dejarte hasta que el lugar se vacía
y puedo por fin ver tu melancolía soviética
cuando se te cae la máscara de polvo
(la ópera de Pekín hoy no toca)
vení, te llevo a tu casa
(¿dónde vivís, por cierto?)
y te dejo en la puerta del Hostel
imaginando tus documentos rojos
y su portada que dice Extinct in the Wild

viernes, 16 de julio de 2010

El Libro

Huayra abre el libro, sentada en su cama. Abajo, Capac mira el mundo desde la nube de su ebriedad. Ha estado así, silencioso, bebido, desde que volvió de las selvas. El libro es una maravilla. Huayra no puede entender la apretada caligrafía escarlata del texto. Su hermano tampoco. Él sí ha estudiado la lengua dada por el Simio Hábil a su pueblo. Pero esta es otra lengua, donde las cosas no quieren decir nada, y las palabras corren en líneas rojas de las que caen puntos y rectas como lluvia de tinta. Sólo los níveos se entienden con esas nubes, sólo los níveos. Al los costados de las palabras, robándoles espacio, se alzan los más maravillosos dibujos que jamás los hermanos hubieran visto. A Huayra aún le brillan los ojos cuando ve las ilustraciones fantásticas, ricamente iluminadas. Ahí está el colibrí con su plumaje multicolor, el quetzal con su pluma de jade, los ciervos de pelambre marrón devorados por jaguares de bocas rojas como sangre y pelaje de oro dorado. La Selva, frondosa, verde, misteriosa, parece asediar el texto carmesí en cada folio del texto
Su hermano y ella hojeaban fascinados el libro cada noche, a la luz de los candiles de la posada que su padre maneja. Los ojos les brillaban a los dos al abrirlo. Se emocionaban cuando veían los horizontes verdes de la selva alzarse sobre el texto y desgranarse en un espectáculo de aves. Se asustaban al ver los feroces jaguares de ojos pintados y casi podían oír sus rugidos, se maravillaban al ver las enormes serpientes que abrazaban al texto y parecían querer estrangularlo. Fue por eso que Capac decidió unirse a los Esclavos de Batalla. El padre no quiso saber nada, era muy joven para esas cosas. Mejor quedarse acá y aprender lo necesario para cuidar el negocio familiar, tomar esposa, tener hijos y morirse de viejo. Pero para el joven, vivir en la llanura infinita, tostada por el sol, era un martirio luego de ver los verdes de la selva entintando el libro. Se unió asi apresurado. Estaba hermoso en su uniforme marrón, con sus botas lustrosas y su pluma en el casco. Se fue con otros muchachos, casi todos de su edad, a la selva. Huayra lloraba. Traería colibríes multicolores, prometió. Traería quetzales con plumas de jade y astas de ciervos y pelajes de jaguares de oro. Le traería retazos de la selva, joyas de la ciudad inmensa que allí se escondía. Todo se redujo a eso, a soñar con los colibríes y los quetzales, y los ciervos y los jaguares, y esperar, y esperar.
Unas semanas atrás, Capac había vuelto. El uniforme tan destrozado y harapiento con él mismo. Una cinta amarilla lo marcaba como desertor. El ejercito se había desbandado en Laguna Muerta, un paraje en medio de la selva tan malsano y horrendo como los otros. Él sólo se había perdido, decía. Los demás hacían como si le creyeran para esconderlo de su vergüenza de desertor. Como había pasado con otros soldados, su alma se había escapado en alguna de tantas escaramuzas y él había vuelto sin ella. Sus ojos no brillaban ya, parecían los de un animal muerto, inexpresivo. Se quedaba largas horas, los ojos muy abiertos, la expresión sorprendida, como mirando algún lugar lejano y terrible. Bebía copiosamente, escondiéndose de la selva y sus guerras tras nubes de alcohol.
¿Los colibríes? Sí había cazado varios. Pero se morían en las jaulas. No tenían patas, y al no tener como posarse, caían rendidos, el corazón reventado y las alitas rotas. Un par de quetzales habían venido en una precaria jaula de cañas, pájaros sin otra belleza que una larga pluma verde y que no valían la cantidad de muertos que costaba cada cacería. No había visto ciervos. Al jaguar tampoco. El felino sólo era un terrible rugido que se extendía por toda la selva cuando los soldados volvían a ser hombres y se reían de alguna chanza o trataban de relajarse, era algún alarido horrendo en mitad de la noche cuando se llevaba algún incauto hacía las sombras de la selva. ¿La Selva? Era un monstruo interminable, que vigilaba continuamente a los soldados y los asediaba con nubes de mosquitos y otras alimañas. Las serpientes si eran como las del libro. Enormes, largas y viscosas, se había hartado de ver compañeros con los brazos negros, gangrenados por la mordida de alguna de esas terribles cosas. Aparte de esas cosas, Capac casi no hablaba. Su mirada desaforada, demente, miraba una selva que estaba a leguas y leguas de allí y que de la no acababa de salir, como si no fuera a terminarse nunca.
Huayra toma el libro y se acerca al brasero. Una a una arranca las hojas de aquel libro maldito que le ha robado a su hermano con promesas falsas y lo ha arrastrado a una tierra maldita. Una a una las arranca y las tira a las brasas humeantes, pardas. Primero se ennegrecen y humeaban, arden brillantes después. Una a una las arranca y uno a uno van ardiendo los colibríes multicolores, los quetzales de jade, los ciervos marrones, los jaguares de oro…

martes, 13 de julio de 2010

Nuez Moscada


Repongo la góndola, 
con paquetes rojos y brillantes
llenos de especias castañas y de olor suave.
un paquete se rompe, las semillas caen al piso
y ya no valen nada.
me invade su olor dulzón, afrodisíaco,
el recuerdo de que escondía una riqueza inconcebible
la memoria de los miles que mataron y murieron por ella,
la historia de las civilizaciones antiguas y sagradas
arrancadas del suelo como yuyos,
los sueños de los piratas y traficantes que se lanzaron al mar
buscando destinos de oro y acero.

¿Cúanto está la nuez moscada?
Siete con sesenta, señora.

viernes, 9 de julio de 2010

Los Hámsteres (Para Lulla)

Julieta ama sus hámsteres. Vivimos en departamento pequeño y no tenemos mucho espacio. Me hubiera gustado poder tener un perro. Pero los pequeños ratones son más cómodos y ocupan menos espacio. Gracias a ellos, Juli tiene algo que cuidar y aprende el valor de la responsabilidad. Los alimenta y los cuida con amor y dedicación. Es sorprendente lo en serio que se toma el asunto.
Hace un mes les compramos un alimento nuevo. La verdad no me convence demasiado, pero es más barato. Aparte, los ratones parecen comerlo con verdadera avidez. Al parecer es una delicia. Sepa Dios con que lo hacen, pero les gusta y me sale menos. Julieta le tiene que dar menos alimento, me tengo que acordar de decirle. Están gordos e hiperactivos. Por las noches, se los puede oír roer los barrotes de su jaula. Por el día, Julieta los suelta y corren por la cocina como si fueran pequeños depredadores royendo en su mundo particular.
El otro día, encontré mordiscos en los muebles del living. Me enojé con ellos. Julieta puso su cara de cachorro triste y me pidió que los perdonara. La verdad, no puedo con su cara de cachorro. No me quedó otra que perdonarlos.
La verdad que el alimento les hace bien. Están gordos, enérgicos, fuertes. La verdad estoy satisfecha con ellos. Los oigo rechinar sus dientes en la cocina, Julieta no parece hacer nada. Es raro que esté tan silenciosa, generalmente hace mucho ruido.
Entro al living. Julieta está en el piso, toda roja. Los hámsteres, gordos y rechonchos, roen ávidos su cuello destrozado. Aún queda una chispa en sus ojitos marrones. Y me mira con esa cara de cachorro que pone, como pidiéndome que los perdone.

domingo, 4 de julio de 2010

El Ojo

La tierra estaba helada y en calma esa mañana. Scottie la sintió como si estuviera lejos, viéndola desde lo alto del cielo o debajo del mar. Estaba aturdido y hambriento. Como todos, había nacido en de una madre y se había criado en campos congelados en invierno y olorosos y verdes en verano. Como todos, había amado y odiado, había apostado, había hecho el amor bajo un pino una primavera del 14. Como todos, había dejado su Terranova natal a bordo de un buque blanco y que olía a repollo y a hombres sudorosos. Como todos, se había puesto un uniforme del ejército y ahora esperaba, acurrucado, el silbato que lo liberaría de la tensión y lo lanzaría trinchera afuera.
Afuera del pozo, el campo estaba silencioso y en ruinas. El heno tostado por el sol había sido reemplazado por barro y balas de cañón que no habían estallado. La brisa traía el olor de la pólvora y la podredumbre. A la distancia, los alemanes gritaban ferozmente recomponiendo sus líneas desbastadas por la feroz descarga de artillería. Todos esperaban nerviosos el silbato, el silbato.
El silbato los liberaría. Activaría en el cuerpo tenso una energía vital incontenible, y los haría saltar fuera de las trincheras como si fueran muñecos de resorte. Correrían a los gritos por la tierra de nadie hasta las posiciones enemigas. Sería fácil, les habían dicho. A estas alturas, se tendrían que pelear por matar a algún alemán. La artillería había hecho todo el trabajo. Bueno, al menos saldrían de los pozos de zorro. No sabía que El Ojo estaba por encontrarlo.
El silbato sonó a la distancia, seguido por un alarido que parecía venido desde otro mundo. Los hombres treparon las escaleras improvisadas velozmente y al cabo de unos momentos, Scottie se dio cuenta de que estaba corriendo libre por el lodazal, gritando a voz en cuello con su rifle en la mano y la bayoneta brillante como si fuera una estrella que le indicaba el rumbo. No pensaba que muchos otros, en otros tiempos del mundo, habían corrido como él. No pensaba que los hombres que tenía a su lado bien podían haber sido vikingos, o romanos, o cavernícolas. No pensaba, solo corría y gritaba y gritaba y corría. No sabía que El Ojo estaba por encontrarlo.
Los alemanes recién empezaban a disparar.
Los alemanes, que se suponían estaban casi todos muertos, disparaban con precisión y cuidado. Sus ametralladoras mordían la carne de los hombres, que morían sorprendidos y asustados. Caían en oleadas, como derribados por un viento infernal, contorsionándose en el barro. Scottie no los veía, no veía nada, solo cargaba y gritaba, como todos.
El Ojo lo encontró. Estaba escondido en el plomo de una bala. Antes, El Ojo había sido una mota de polvo, la mandíbula de una ballena, una moneda, un planeta y un pensamiento. En el futuro, será mil cosas más, siguiendo la aleatoriedad de sus caprichos. La bala golpeó a Scottie en el pecho y lo tiró al barro. Sintió el latido de su corazón. Luego sintió algo como el piquete de una avispa al, pero cuando trató de pararse y no pudo comprendió lo que había pasado. Parpadeó. Sintió un latido de su corazón.
De repente, sintió cada cosa en el mundo. Cada partícula del mundo, de los mundos, del universo. Vio el lugar que ocupaba cada insecto, cada árbol, cada bala disparada por las ametralladoras, cada cuerpo caído en el barro. Sintió el peso de cada hueso, de cada planeta, de cada estrella. Vio cosas incompresibles flotando a millones de kilómetros. Vio átomos y galaxias, a los vivos y a los muertos. Comprendió el pasado de todas las cosas, su futuro y todas las cosas que podrían haber sido. Vio a todos los hombres, fue todos los hombres. Ante sus ojos, el pasado y el futuro eran presente. Vio el destino de cada alemán que disparaba y sintió pena por ellos. Vio el destino de todos los seres que aún no habían nacido, su lugar, su historia y su final. Vio apagarse estrellas y morirse mundos. Vio estallar soles y colisionar galaxias. Vio el final del camino ensombrecerse antes la débil luz de lo que sería el primer amanecer. Sintió el latido de su corazón.
Sonrió. Los tiempos aún eran uno solo frente a su mirada. Contempló el cielo, ardiendo por dentro. Los sonidos de las balas y los gritos llegaban amortiguados. Él sabía el destino de cada bala y el de cada partícula que la formaba. Cerró los ojos.
James Scott murió el primero de Julio de 1916.

viernes, 2 de julio de 2010

La Nena

El que cree que lo peor del encierro es la soledad se equivoca. Lo peor del encierro es el tedio. Es el ver las mismas caras una y otra vez, el vivir en un mundo uniforme, sin variación. La misma copia del Dalí en la pared, las mismas manchas de humedad, los mismos muebles. LA compañía sólo empeora los problemas del encierro. Los mismos vecinos, compañeros de encierro, las mismas peleas, las mismas conversaciones, la misma rutina repetidas una y otra vez hasta la locura. Los vecinos no tardan en odiarse, en pasar de ser extraños a ser conocidos y desde ahí a ser enemigos mortales. Somos seis personas en El Edificio. Los Esposa, señor y señora. Hartantes, chismosos e hipócritas, sonríen y por lo bajo critican sin que se les mueva un pelo. Andrea, la psicóloga es una loca que le dice a los cuerdos que están enfermos. Se la pasan analizándonos, para matar el tedio. Pero hasta eso aburre, porque todos los hombres-pacientes son iguales. Todos somos un caso de manual. El encierro nos está matando y ella no necesita de sus muchos libros para darse cuenta de ellos. En mi piso se multiplican los departamentos vacíos. Mi vecina se llama Gloria, es una mujer joven con una hija pequeña y el recuerdo de un marido del que casi no habla. Tiene un ángel pequeñito, una amorosa chiquita de carita seria y rasgos elegantes. De pelo negro que peino con sumo cuidado. De mejillas que beso y manitos que levantan las taza de té con los meñiques extendidos. El encierro empeora cuando además de aburrimiento se siente hambre. Sísifo y yo todavía tenemos reservas, pero me harto de decirle a los Esposa que ya no tengo más nada. Ellos ya se comieron todas sus raciones. No comer no le haría tanto daño al Señor Esposa. Apuesto que si lo matamos, tenemos grasa para todo el mes más o menos. Ayer me dijo que si le conseguía azúcar, él me daría cigarrillos. Viejo mentiroso, todos saben que los cigarrillos y el azúcar son lo primero que se termina. Comé Sísifo, por favor. Ya sé que el Pemmican no te gusta, pero ya no hay otra cosa. La masa de grasa fría y dura, con maní y otras frutas secas, es la única reserva de la que dispongo. El manual decía que un soldado puede vivir un día con 250 gramos de Pemmican. Pero vaya uno a saber que le ponían los ingleses al suyo. LE regalé un poco a Gloria, pero la nena lo vomita. En un sacrificio, le regalé todo el alimento de gatos que tenía –Sísifo aún no me lo perdona- y mi reserva de azúcar. Estos pequeños regalos no son desinteresados. Los rumores corren. Los Esposa los llevan como pájaros mugrientos y los graznan en todos los oídos. Hasta yo me doy cuenta de que no miro a la nena con ojos dulces y cariñosos. Hasta a mí se me nota el hambre. Si Gloria no se ha cambiado de piso o simplemente no me ha prohibido ver a su hija es porque sabe que sin mí pasarán hambre. Muero por un cigarrillo, por un baño caliente y un chocolate. Cuando se tiene hambre y solo hay grasa para comer, lo mejor es dormir. Comé eso Sísifo, por favor.
Duermo. Estoy en una habitación a oscuras. Enormes muñecas de porcelana olfatean la oscuridad, buscándome. Intento no moverme para que no se den cuenta de mi presencia. Pero tiemblo de miedo y las muñecas crujen mientras se me acercan. Me despierto. No puedo moverme. Una muñeca inmensa me mira desde el living. No se mueve, no hace nada. Solo me mira. No puedo quitarle los ojos de encima. Intento arrastrarme hasta el baño para poder esconderme, siempre mirándola. Mi cuerpo no me hace caso, no puedo moverme. ¡Mierda, no me puedo mover! ¡Mierda! El grito explota en mi garganta si hacer ni un sonido y me hace doler las amígdalas. ¡Mierda! ¡Ayuda! ¡Por favor!
Me despierto. Sísifo llora pidiendo comida. Pisos más abajo, la Señora Esposa grita y la nena juega en la escalera. Anoche me abrieron la puerta. No se como hicieron, pero la abrieron. Sólo Gloria tiene llave. Y ella no fue, estoy seguro. Los Esposa me dicen de todo, yo no me quedo atrás tampoco. No me falta nada, Señora Esposa, pero la violación a mi intimidad es grave. Ya sabré quien fue y ajustaré cuentas, todas las cuentas con esa persona. Subo a la azotea. La nena remonta un barrilete. Me siento y la miro concentrarse en el arte de que no se enreden los muchos hilos, de tenerlo siempre contra el viento. El encierro saca lo peor de las personas, los expone a sus peores instintos. Ah, Doctora, siéntese. Me decía que el encierro saca lo peor de las personas. Los expone a sus peores instintos. El fastidio obliga a la mente a recorrer lugares nuevos para no aburrirse y entonces exploramos los peor de nosotros mismos. Lo más oscuro, lo que los años habían logrado tapar debajo de capaz de honestidad e hipocresía. El encierro pone a prueba la mente humana, lo obliga a encontrarse consigo mismo, con su lado más tenebroso, más perverso. Normalmente, en el ajetreo de las ciudades, en el ruido de la vida, no escuchamos esas voces. Pero encerrados acá, sentimos los profundo de nuestra alma hablarnos, decirnos que hagamos cosas. ¿Escuchás voces, Ada? No, Doctora…era una forma de decir nomás. Me voy. Abajo, el Pemmican y Sísifo me están esperando. No hay anda más triste que comer grasa con frutas secas y nada más. Hasta el agua tiene feo gusto. El encierro nos encuentra con nosotros, con lo peor de nosotros. ¿Tendrá una parte oscura la nena? ¿Habrá maldad debajo de esos bucles castaños? La imagino perversa, sensual, manipuladora. La imagine mirándome como invitándome a estar con ella. Me regocijo imaginándola gimiendo mientras se toca. No llego a ningún lado, menos al orgasmo. Los Esposa me tocan la puerta. Hasta para eso son inoportunos los vecinos. Si si, que voy a estar haciendo. Organizamos un plan para conseguir comida y se van. De ser por mí, me iría a la mierda y no volvería nunca más. Pero afuera es sólo perros salvajes aullando en casas desiertas y papeles arrastrándose por calles vacías.
Sueño. La nena se agita mientras corre entre árboles putrefactos. El bosque huele dulzón, puedo oler el miedo almizclado de la nena y me hincho de placer cuando la oigo gritar al tropezarse con una rama. Yo no corro, camino sin hacer un ruido. Se siente un poder extraordinario al acechar una presa. El placer de saber que la victima no puede verme pero que yo si se donde está, de saber que usa todas sus fuerzas y se agota lentamente intentando huir mientras yo ni siquiera transpiro. Sus caídas y grititos de miedo me excitan. La busco para capturarla, para llegar al clímax de la cacería. De golpe, todo el bosque se calla. Siento el miedo atorarse en mi garganta e impedirme respirar. La nena me estaba acechando a mí. Fingí huir asustada para arrastrarme a un lugar donde poder someterme a sus anchas. Oigo un ruido y miro hacía los arbustos podridos. El golpe viene desde atrás, certero, doloroso. Me despierto con un grito y una sensación de dientes en mi cuello. El gato me mira nervioso. Me arranco las sábanas húmedas y me doy cuenta de que me hice pis dormida.
Ni siquiera me cambio la ropa. Ni ganas de moverme tengo. Sísifo pide por comida que no hay. En el piso, un papel amarillo me dice que me invitan a jugar al papá y a la mamá. Sonrío enamorada. Me baño, me perfumo, me entalco y me visto como si fuera a salir con un chongo. Controlate, Ada, no que te fueras a encamar con ella. Dejo a Sísifo hablando solo, esta celoso el pobre.
Toco. La nena me recibe totalmente metida en su papel de esposa. Beso sus mejillas coloradas, cálidas. Abrazo su cuerpo chiquito y liviano. ¿Gloria no está? pregunto por si acaso. Mamá duerme, me dice. Yo voy a la pieza a ver si en serio duerme o si me vigila.
Al mismo tiempo que oigo la cerradura de la puerta, veo a Gloria con los ojos abiertos, el cuello destrozado, roja. En el reflejo del espejo veo a la nena mirándome. ¿O es la muñeca? Intento gritar, huir. Pero al igual que en mis sueños, ni siquiera puedo moverme.

lunes, 14 de junio de 2010

De Parranda

Por las noches, la ciudad a oscuras parece parte de la selva que la asedia. Se vuelve parte de la tierra sobre la que se posa innaturalmente. En la oscuridad, lo nuevo y lo que siempre fue son casi iguales. Los Domesticadores perdemos por las noches. La ciudad se vuelve selva nuevamente, los hombres dejan salir sus instintos naturales, los animales nos pierden el temor. Los Domesticadores perdemos, pues todo lo que fue vuelve a ser hasta que el sol se asoma.
El Dios está agitado. La celda de cal blanca impoluta, la inconmensurable ciudad de piedra, no son su ámbito natural. La tensa selva nocturna si lo es. Se muere por salir a acechar por las callejuelas húmedas, por olfatear sus presas escondido en algún rincón oculto, por atacar rápido y silencioso y ser solo un rugido breve, un grito asustado y la calma tensa de los que esperan aterrados por su turno. El rugido se atrapa en mi garganta. ¡Tranquilo, Jaguar! No es momento de correr libre y depredar ni los corderos que duermen tibios en sus cunas ni a los desdichados que se cubren inútilmente de la invisible lluvia nocturna. Hasta que el golpe sea dado exitosamente habremos de movernos con cautela, que se supone que todavía estamos presos en Estancia Fundación. Deja que los Adoradores duerman en sus burbujas patéticas y crean que están seguros, así más fuerte será el rugido, porque sonará a venganza. Así más duro será el zarpazo, porque tendrá fuerza de algo esperado. Más terrible será la muerte, porque será inevitable. Pero por ahora cautela, acechemos en silencio, escondidos.
No hay caso, el Jaguar quiere salir. No lo culpo, yo tampoco me conformo con encerrarme ahora que puedo estirar las piernas. La ciudad está ahí, aunque no se vea, y la verdad es que los dos la extrañábamos. Vamos, Jaguar, salgamos, pero con cuidado, ¿Eh? Que crean que somos un fantasma, así será mayor su miedo cuando vean que de etéreos no tenemos nada.
Salgo. La lluvia cae tibia en la noche húmeda y agitada. Los monos corretean entre los cocoteros de la Avenida del Palacio y se esconden con los murciélagos en los tejados de las casas. Una que otra luz mortecina avisa que hay vida dentro de las casas. Las callejuelas inundadas se vuelven riachos que intentan llegar al Gran Río. Alguna luz roja avisa que los burdeles trabajan incluso con esta tormenta. Un rayo capta la escena por un instante. Una mujer me mira a la luz del rayo y rápidamente se aleja al verme. No parezco un cliente potencial. De seguro parezco más bien un dios, o monstruo o las dos cosas. No soy ningún monstruo, Reverendo. Venga, Jaguar, no te enojes. Que el Dios de un pueblo es el diablo de otro. No puedes culparla. Que seguro con esta tormenta debemos tener un aspecto de todos los diablos. La respuesta del Jaguar se ahoga en el bramido de un trueno que hace temblar las osamentas de las pobres casas que nadan por el callejón. En una esquina distingo la pulpería.
Entro, entramos. La luz no es mucho mejor que afuera, ni tampoco llueve mucho menos. Pero todo el lugar tiene un inconfundible olor a hogar. Detrás del mostrador, Anastasio se toma su trabajo muy en serio, y limpia el mostrador con sumo cuidado y fingiendo concentración. Sonrío cuando veo el muñón que tiene en lugar de brazo. El mezclado peleó con los Esclavos de Batalla. Se distinguió el muchacho, ¿Recuerdas, Jaguar? Gritaba como todos los demás juntos, no se quejaba jamás. Perdió su brazo en uno de tantos encuentros. Sus compañeros se alzaron una terrible curda cuando lo dieron de baja. Le regalaron la bandera del escuadrón. Hasta a mí se me escapó un lagrimón cuando se lo vio partir subido al carretón de los heridos, abrazado a la bandera como si fuera un hijo. Se abrió una pulpería. Nunca me reconoció. Sin tanta plata encima, soy un viejo no más feo que el resto y no menos ebrio. Saludos, paisano. Saludos, una ginebra nomás. Unos hombres con mala pinta cantan una canción típica de la zona. Una de esas que recuerdan la Guerra de los Tres Príncipes. Pago con moneda imperial. El Patriarca Domesticador me mira desde la ceca de la moneda. Descuide, Patriarca, no se van a enterar que ando por acá. Y prometo estar lúcido para mañana. A la salud de los Esclavos de Batalla. Salud, dicen el viejo Anastasio y los viejos que se chupan su jornal en la barra.
Mierda, paisano, ¿Qué le pasó en la cara? Un viejo manco me mira el rostro despedazado y yo miro su miro sus piernas en la oscuridad. ¿Y a usted, paisano, que le pasó en la pierna? La perdí en la Batalla de Bruja Encerrada. Toda una batalla, si me permite. ¿Es veterano usted también? A este lugar vienen casi solamente veteranos. Sí, soy veterano del cuerpo. Dicen por ahí que se está por organizar de nuevo. Eso dicen, pero la verdad no creo que nos llamen. El servicio necesita jóvenes, sanos y fuertes, con almas firmes y enérgicas. El Dios necesita todo eso. ¿Qué cosa? El Dios Jaguar, lo necesita. Por eso auspicia las guerras. El Dios no se puede manifestar en este mundo como no sea a través de la violencia. El es una tormenta, un sismo, un hombre apuñalando a otro. Solo a través de las fuerzas de la naturaleza se puede presentar. Es ante todo un fenómeno violento. Claro, tiene razón en eso. El viejo pide otra ginebra. ¿Mató muchos? Si, paisano, he matado, mucho. Ah…que bueno. Yo no maté tanto, un balazo se llevó mi pierna antes. Solo maté dos veces. Igual, ya no tenía alma para dar después, así que hubiera sido lo mismo. El alma. Es lo primero que se pierde en una guerra. Luego viene la vida. El coraje, el amor, todo se va con ella. El alma se larga, se la come el Jaguar. Da lo mismo estar vivo o muerto después. Lo que queda es una carcasa vieja, llena de recuerdos de gloria que no fue y pesadillas que se apagan con ginebra… ¿Me va a decir que le pasó en la cara, paisano? Un Dios me sacó un ojo para que pudiera ver con el otro, compañero. Le digo, mientras me levanto. El viejo no entiende hasta que salgo a la tormenta. Se convence de que ha visto un fantasma, y no está tan lejos de la verdad tampoco.
Vamos, Jaguar, dejemos a los desdichados de tus guerras beber en paz. Mañana tendremos guerras nuevas para que te sientas vivo. Después de todo, los Domesticadores perdemos durante la noche, pero el día es nuestro.

jueves, 10 de junio de 2010

La noche esta helada.
corro para buscarte,
pero mis pies no te alcanzan
y mi alma se quedó lejos.
El cielo sobra,
las estrellas se fueron a pasear esta noche.
los pobres pájaros se fueron a dormir con los laburantes
o a vigilar televisores lluviosos.
Yo me quedo buscándote.
Seguimos caminando,
ocultándole las manos al frío,
a la vera del calicanto momificado
y de la plaza- zoológico- de- duendes.
Las sombras de tu rostro se desdibujan en la hojarasca,
me pongo de pie y estiro las manos para acariciarte.
La brisa borra las formas pero no los recuerdos.
El diablo,
burlón carámbano,
vuelve a escribir tu recuerdo.
Trato de acariciarte,
pero no
solo mastico frío.
No sos vos,
sólo es un espectro que forman mis recuerdos,
sutil vampiro de memorias,
que consume desvelos
y que como vos, no se anima a decirme a nada.

jueves, 3 de junio de 2010

Estudiando

veo bailar su boca,
mientras estudiamos juntos
(lo más cercano a salir que por ahora he conseguido)
mates de por medio.
a veces lee en voz baja
recitando para si los versos de algún manual
escrito en el idioma que esconde la verdad
en lugar de enseñarla.
H la hace sonreír, la vuelve simpática,
le da un beso al aire con Q.
Ñ es todo un ritual, lleva su lengua hacia atrás
mientras sonríe nuevamente y choca sus dientes.
ahí bailan las letras y las palabras que apenas puede deducir en su silencio.
“¿qué mirás, pasa algo?” dice con los ojos cansados.
nada, corazón, le digo mientras le cebo un mate
y le robo una risa.
sé que está leyendo a Saussure,
sus ojos brillan enamorados e iluminan el apunte.
le da un piquito al lingüista en alguna U perdida
y yo me muero de celos.
“¿seguro estas bien?” me pregunta cuando me devuelve el mate.
intento capturar este instante, le digo…chaumyero
ella me dice que estoy tan loco como ella
mientras vuelve al apunte y nos helamos en la noche

miércoles, 26 de mayo de 2010

Pesadillas

El día había terminado tarde y la noche se prometía igualmente eterna y fría. Mariano se movió en la cama por enésima vez. Esta vez su brazo era lo que lo molestaba. Por mucho que intentara, no encontraba una posición en la que estuviera cómodo, el brazo siempre estorbaba, siempre estaba demás. Era un signo claro de su dificulta para dormir esa noche: cuando tenía sueño, cualquier posición en la que cayera su cuerpo era lo bastante cómoda como para que durmiera. No era este el caso y se preguntaba porque Dios no lo había dotado de brazos extraíbles.
Los sonidos lo perturbaban. Su naturaleza curiosa jugaba en su contra por las noches. El silencio nocturno se logra gracias a la mezcla justa de sonidos súbitos y breves. El rumor del agua de un inodoro que corre por la cañería, el golpe seco de la puerta de un placar que se cierra con fuerza, el golpe de un taco o de un zapato contra el parqué del piso de arriba. Mariano vivía en un departamento insonorizado, como correspondía si quería dormir alguna vez en su vida. Pero los sonidos, breves y espaciados que hacían al silencio, que se producían en el edificio aun le llegaban como el recuerdo de un mundo lejano que trataba de dormir como él. Cada sonido lo distraía de su cansancio, lo obligaba a concentrarse en el él hasta que moría y se volvía un recuerdo. Estaban separados por un tiempo suficiente para ser olvidados, pero no lo suficiente como para poder dormirse antes de que otro despertara su curiosidad y su concentración nuevamente.
La cacofonía de un tema melódico lo hartó. Se levantó de la cama, sabido que era completamente inútil tratar de dormirse. Sabía bien que hacía mal, su médico le había aconsejado permanecer acostado. Además, le había dado unas tabletas sedantes que producían un efecto inmediato. El sueño químico, pesado, inconsciente, largo, parecía más bien el coma de Blancanieves que el sueño que él quería alcanzar. Prefería adelantar trabajo antes de sumergirse en ese mar químico del soporífero.
Fue al living con el departamento a oscuras. Las luces recién reaccionaron cuando entró a la habitación. Había programado el resto de las luces de la casa para no encenderse automáticamente, así no lo hacían cuando él iba a al baño medio dormido y acababan por despertarlo del todo. La habitación blanca y los muebles del mismo color solo acentuaban el frío que la pobre calefacción no lograba mitigar. Unos pocos adornos azules magnificaban el efecto. Como un pobre recordatorio del color, unas flores violetas se erguían en un jarrón que parecía de manteca. Gritó por un té y pudo oír el sonido del fuego al encenderse. Así de silenciosa se encontraba la habitación.
Se sentó, hipnotizado por el cansancio. Por unos instantes que a él le parecieron una eternidad, se dedicó a escuchar el siseo del gas ardiente y el creciente zumbido del samovar. El té sanguiolento cayó en la taza de cristal y plata. Luego de mirarla humear unos instantes, instintivamente tocó el vidrio de la ventana para purificarlo. El vidrio negro se esclareció hasta que sacó la mano. La ciudad insomne seguía brillando ahí. Miles de carteles de neón parpadeaban en la noche como flashes continuos. Verdes, rojos, rosados, azules, latiendo caóticamente. En el cielo sin luna ni estrellas, los infinitos edificios de cristal negro brillaban y se mecían con la brisa. El brillo de la ciudad, dorado y penetrante, se metía en el departamento eclipsándolo todo. Mariano quedó encandilado por un instante, fascinado por la escena y luego oscureció el vidrio. Ese era el problema: ¿Cómo dormir en una ciudad que nunca duerme? ¿Cómo considerar que dormir es algo bueno y necesario si la ciudad en la que y por la que vivimos no lo hace? Tomó la taza y la miró a trasluz. El té parecía sangre y lo era. Sangre que le devolvía un poco de la vida que el insomnio le robaba, sangre nueva y eterna, sin pecado concebida.
Tomó el aparato. Puso algo de música y abrió las páginas. Los hologramas bailaron ante sus ojos por un instante antes de que pudiera reconocer que eran. La melodía electrónica no lograba tapar la cacofonía de la música del piso de abajo.
Reconoció el ritmo en un atisbo de conciencia. Su vecina había comprado un antiguo tocadiscos y se divertía con él con la pasión de una niña con un juguete nuevo. Se despertó al darse de que dormía y que la canción era del Nano Serrat.
Antonio, ya no Mariano, salió de su cama mecánicamente y fue al baño. Sentía el cuerpo húmedo de sudor. Su gato dormía plácidamente, al parecer sin haberse enterado de nada. Abrió el botiquín no sin antes mirarse las ojeras en el espejo. Sacó las pastillas y tomó otra dosis.
A veces las pesadillas son algo terrible, pero no debe haber peor que soñar que se está insomne en una ciudad igualmente insomne, se dijo mientras se acostaba.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Murmullos

Derrotados los ejércitos de los Príncipes rebeldes, depuesto el Príncipe Gobernante, ejecutados sus generales, violadas las vírgenes de los templos, saqueados los palacios por los ejércitos victoriosos, sólo quedaba torturar a los sacerdotes y los escribas de las cortes rebeldes. En ese momento, los torturadores níveos vieron los tatuajes que serpenteaban por el cuerpo de Pies Azules. Los negros caracteres prometían maldiciones a quienes tocaran el cuerpo escrito del escriba. Los Domesticadores afirmaban no creer en las promesas de dolor de los escritos, pero por si acaso no torturaron a Pies Azules como lis usos de la guerra lo ordenaban. En su lugar, lo encerraron en una habitación subterránea de lo que antes había sido el Monasterio Casa de las Palomas y ahora es la Casa Larga, la prisión donde los níveos olvidan a quienes no se atreven a matar.
La celda era húmeda y oscura, pequeña y silenciosa. Una puerta cerrada a cal y canto la clausuraba. Se cerraron todos los agujeros de ratas y otros animales inmundos, no se dejo resquicio por donde la luz y el exterior pudieran pasar. Se limpió las piedras con polvos mágicos para que los sueños no pudieran salir o entrar. Un plato de madera pasaba por una rendija de la puerta dos veces al día, permitiendo a veces que una brizna de luz entrara.
Pies Azules sabía perfectamente el motivo de tan celoso encierro. No podían tocarlo sin maldecirse y había considerado eso como una victoria. Pero a los pocos meses, empezó a creer que las torturas físicas hubieran sido mejores. Alimentado a intervalos aleatorios, no podía organizar su cuerpo a un ciclo de sueño coherente. La falta de luz y sonido agudizaba sus otros sentidos, trastornando su mundo. A veces, llegaba el olor a humo de alguna cocina no demasiado lejana. La tibiez del sol calentaba las piedras y le hacían recordar el día. No pasó mucho tiempo hasta que se encontró hablando solo. Pequeños comentarios al principio, donde se felicitaba por el ingenio de algún pensamiento jocoso. Largos diálogos después, donde discutía consigo mismo de temas que en la oscuridad absoluta de la celda parecían ser de otro mundo. EN un arrebato de conciencia, abandonó esos diálogos. Era lo que los Domesticadores querían: que enloqueciera. Esa sería su tortura, el encierro perpetuo en la cárcel de la locura. El abatimiento y la oscuridad lo sumieron en sus pensamientos más que nunca. Sentía que peleaba su propia guerra personal, distinta de esa rebelión masiva contra los níveos, distinta de esa campaña impresionante, de esa sensación de camaradería, de esa derrota increíble, de ese calvario infinito. Era una guerra personal sin aliados ni enemigos visibles. Una guerra contra lo que los níveos querían, nada más que eso.
Para pasar las largas horas de vigilia a oscuras, se puso a repetir una y otra vez los versos y poemas que conocía. En otro tiempo había aprendido las formulas sagradas y otros textos igualmente musicales y sagrados. Los repetía una y otra vez, todas las horas. Los repetía en murmullos mientras se dormía, hasta que lo vencía el sueño, los repetía en su mente cuando comía. Los cantaba a los gritos para escuchar su voz retumbar contra las paredes ciegas. Los repetía hasta que las silabas se mezclaban, los sonidos se unían, los símbolos se desdibujaban y se volvían una sola mezcla informe, multisonora, que era todas las palabras y ninguna. Los repetía hasta que se volvían el siseo de una serpiente, el zumbar de un mosquito, la brisa soplando imperceptiblemente, el susurro del pasto cuando crece…
De repente se topó con el lenguaje de Dios. Los sonidos que son lenguaje de los níveos y los hiperbóreos. Las palabras que son la lengua del río y del chacal. Los símbolos que en realidad son la rosa y la piedra, y la muerte y las estrellas. El idioma que es todos los dioses y todos los hombres y todas las cosas que son, que fueron y podrían haber sido. Murmuró las palabras que eran su celda y los níveos que la vigilaban, y eran los Adoradores rebeldes, los escribas muertos y los Esclavos de Batalla. El idioma que evocaba el amor porque amaba y refería al odio porque lo era. Dejó de comer, porque la comida no hacía falta porque las palabras eran saciedad y hambre. De dormir, de cantar, de moverse, de defecar, porque las palabras eran el sueño, el canto, el movimiento y las heces.
Los carceleros lo dejaron ser unos días, hasta que llamaron a las Patricias. Las eminentes doctoras, de túnicas negras y guantes rojos le diagnosticaron neurosis, provocada por el encierro. Los trasladaron a Estancia Fundación, donde el aire y la solitaria calma de la llanura quizás podrían curar sus males.
Todavía se lo ve por allí, viejo y desdentado. Con la piel ajada y curtida, atravesada de tatuajes negros, sentado en alguna esquina oscura.
Murmurando.

lunes, 10 de mayo de 2010

Y vomitaba collares de perlas...

Yo le rezo a la lujuria del Dios Ave-Singular
y a la princesita que vomitaba collares de perlas.

Ahí va, por mi memoria,
sosteniendo un cigarrillo en su mano.
Niebla multicolor y elefantes rosados,
llorando estrellas.

Quise comulgar a los pies del Dios Neo-Paladial.
Pero no quiso escucharme, y me regaló
a la princesita que vomitaba collares de perlas.

Sé que la veré, en mi memoria.
Escribiendo versos eclesiásticos,
ostias de carbón y selvas sanguiolentas,
crucificando perros.

Quise brindar a los pies del Dios Sutil-Inmoral.
Se voló y me dejó bebiendo
con la princesita que vomitaba collares de perlas.
Ya se esconde en mi memoria,
vagando por pasadizos lisérgicos.
Electora salvaje, Emperatriz puta,
borrando recuerdos.

Yo adoro el cabello del Dios Rojo-Virginal
y a la princesita que vomitaba collares de perlas.

sábado, 8 de mayo de 2010

Definición

(En el diario) Las horas de la siesta pasan lentas y pesadas. El propio aire parece haberse detenido. La siesta es un préstamo que el Dios Pájaro-Sueño otorga por las tardes y descuenta de las noches. Pero los insomnes debemos inventarnos actividades para las horas muertas.
La pipa es verde claro, con un tubo del mismo color y una boquilla de ámbar miel, su cuello es de plata labrada y la campana de agua es verde oscuro y tiene olas grabadas. Aspiro y dicto. Ojos anota como siempre, mientras describe con sus-mis ojos lo que estoy viendo-sintiendo.
(En el Libro)“(…) Es cierto que la verdad es una construcción de los poderosos. Pero ante todo es una construcción de los que poseen el conocimiento, pues ellos son los que dirán al común que están viendo todo al revés. Son los sabios los que encontrarán laberínticas maneras de justificar los más arbitrarios procedimientos y de resolver las incoherencias que tienen las ideologías con la realidad que el común ve. Así, no debe despreciar el Domesticador el valor de tener siempre a su lado a aquellos que pueden trastocar la naturaleza y darle la forma que éste necesite para manejar mejor el mundo” (La Ciega: Diario Sobre el Domesticador)
(En el diario) Tenemos que revisar la cantidad de veces que he puesto construcción, Ojos. Odio repetirme tanto. Escribe bien, excelencia. Sus ideas son complejas, pero sus palabras permiten a todos entender el significado tras ellas. ¿Tú crees, Ojos? ¿Es que no has aprendido nada? Suspiro, me abanico tratando de que el fresco contenga las ganas de estrangularla. Sostiene un abanico blanco nacarado, con perlas adornando la punta y tejidos de plata que forman nubes rozadas y pájaros batiendo sus alas como si bailaran.  No entiendes nada, como siempre, Ojos. Ese es el problema con los nativos, jamás acaban de entender nada.
(En el Libro) “Los idiomas se dividen en dos grupos: Aquéllos que buscan decir cosas, y que aquéllos que buscan ocultarlas. Los primeros son francos y directos, escasos de sutilezas, abundantes en caligrafías y escritos poéticos. Los segundos son idiomas duros, técnicos, sutiles en las implicancias de cada palabra, llenos de lagunas y oscuridades que deben ser rellenadas por la mente. De letras rectas y brutales, hechas para escribir leyes en piedras o leyendas en lápidas. En todo caso, ninguno de los dos puede decir una verdad, aunque el segundo tipo es más útil a la hora de poder fabricarlas.” (La Ciega: Diario Sobre el Domesticador”)
(En el diario) Nosotros fabricamos lo que queremos decir, ¿entiendes? Toma por ejemplo la palabra…el lomo del libro es rojo oscuro, letras de oro pintado cubren su…si basta con eso, no me dejas pensar. Lee esa palabra. Las pequeñas letras negras se apiñan en el centro del libro, un dibujo de una hoguera, con ángeles y sol  pintados con pan de oro adorna la siguiente página. Ahí dice “Hereje”. Muy bien. ¿Qué es un hereje?  Una persona que niega los dogmas de la religión. Muy bien, veo que has estudiado la lección. Pues no, un hereje es aquél que piensa contra El Patriarca-Domesticador. El cazador de brujas de hoy es el hereje de mañana, según como funcione la balanza del poder en la administración central. Y eso que la forma de pensar de la pobre persona que arderá en la hoguera es siempre la misma. O, mejor aún… ¿Qué es una persona? Una persona es un hombre, Excelencia, una de las criaturas creadas por los dioses. Pues no. Una persona es una herramienta de la que el poderoso se vale para hacer cumplir sus metas. Las personas son cosas. Y eso que hasta en tu idioma la distinción entre persona y cosa es clara.
(En el Libro) “Ante todo, un idioma es una herramienta de libertad. El común solo puede pensar en aquellas cosas que tienen palabras. Mientras más central sea una cosa o una idea en una lengua, más difícil será sacarlo de las cabezas del común. El Domesticador siempre debe tener presente esto, con la mirada en modificar el idioma. Cada vez que elimine un término, o valorice otro en una lengua, estará domesticando mejor la mente de los que esa lengua hablan” (La Ciega: Diario Sobre el Domesticador)
(En el diario) Mírate por ejemplo a ti. Antes tenías un nombre y un pasado. ¿Lo recuerdas? Te dieron a mí y nos divertimos y reímos juntas, soñando que nos casaríamos con un capitán ganar de cien batallas o con un príncipe de máscara de plata y cabellos negros. Ahora solo eres Ojos y yo soy La Ciega. Pero aún tengo un nombre, Excelencia. ¿Ah sí? Si yo. Ni se te ocurra decirlo porque te sacaré la cabeza de un solo golpe y tendrás que ver por mí desde un maniquí. La sola idea de escucharte me da acidez. Ven, ven. Dame tu mano. Sin miedo tonta, que no hablaba en serio. No puedo hacerte daño, si perdiera tu-mi vista, no sé qué haría. Busca la pluma-plata y las cosas para escribir.  El pincel es de madera plateada con diseños de tréboles trepando por el mango. La mesita es de laca roja, como el tintero. Una hoja blanca se apoya sobre la mesita. Toma la pluma-plata, mójala en el tintero. Con cuidado, boba, se supone que tomas lecciones de caligrafía. Una mancha negra parece irradiarse en el borde superior derecho de la hoja blanca. Siempre me pareció que te pones demasiado descriptiva cuando tocas los instrumentos de caligrafía. No sé como tomar eso, Excelencia. No lo tomes, tu toma la pluma-plata por ahora nomás y mójala con cuidado. Ahora tomo tu muñeca para poder ver como escribes. Escribe tu nombre en la hoja. ¿Lo sientes? ¿Sientes tu lengua tomar forma en la hoja? ¡Lo siento, Excelencia, lo siento! ¿Sientes el río negro extenderse majestuoso hacia abajo? ¿Sientes las pequeñas curvas pronunciadas que se forman cuando rodea alguna montaña, la firma rectitud con que recorre las llanuras de la selva-papel? ¡Lo siento, siento las llanuras, las montañas! Dibuja con cuidado sus brazos-líneas, sus lagos-puntos. El río recorre exacto y elegante la selva de palabras de tu idioma antiguo y nativo. Casi puedo verlo al tocar tu muñeca, corriendo por tus venas. Abre los ojos. La hoja está toda escrita en caracteres algo deformes pero claramente legibles hechos con tinta negra. El manchón cubre una parte del texto. ¿Qué dice? Dice… ¿Qué? Yo soy los Ojos de La Ciega... ¿Ves? Eso eres. Ese es tu nombre.
Como con todos los demás animales, hemos tomado lo mejor de ti y lo hemos pulido. Hemos desechado el resto, tus errores, tus vicios y defectos. Solo hemos dejado lo útil. De la que fuiste, sólo hemos dejado tus ojos.  Suspiro y aspiro el nebuloso humo de la pipa. No llores, tonta. No es tan malo. Yo soy mejor que tu. De la niña que fui solo queda La Ciega. Y eso es menos de lo que queda de ti. Tú al menos puedes ver.
Las horas muertas de la siesta avanzan despacio, sofocantes. Ojos trata de calmarse, y yo trato de pensar. Pero las horas muertas no sirven de nada. Al parecer, solo sirven para dormir.

sábado, 1 de mayo de 2010

69

Excitada,

Saboreo las heridas
Que he sangrado
Por tu roja selva púbica.

Unidas las dos en un serpentino símbolo infinito
Acaricio amorosa
Tu humeante pasión.

Corazón, amo tus gemidos.
Somos una sola en tu dolor.
Y todos los seres, en este instante del orgasmo.

jueves, 29 de abril de 2010

Catarsis

Archicaniche, cariño. ¿No creés que bebiste demasiado?
La luna está tan cerca, y las estrellas arden sin brillar.
La humeante música se deja oír a la distancia
y tu pelo sangrante es un laberinto inexplicable.

Golpeo la maloliente luz.
Tu sonrisa negra anuncia una tormenta nocturna.
Salmodiás todo el peregrinar por calles cansadas,
Apoyada en la columna vacilante.

En el templo, los ídolos brillan glaseados.
Las almendras estallan en los azulejos
como granadas mojadas,
al coro de tus alaridos.

Te caés, te levanto.
Te abrazo y te sostengo por el pelo finito y vidrioso.
Un zumbido agridulce es el dolor de tus entrañas.
Te sonrío y te beso la cabeza.

Yo sé que estás haciendo catarsis.

miércoles, 28 de abril de 2010

Premonición

Se despertó sobresaltada. El corazón le latía rápido y la garganta le ardía. Aún sentía las lágrimas, húmedas, secándose en su cara. Se sentó en la cama, agarrando con sus manos las sábanas, como si la protegieran de algo. Respiró hondo. Sólo había sido una pesadilla. Quizás había comido demás la noche anterior, quizás el stress estaba mellando sus sueños. Pero solo había sido una pesadilla.
Intentó recordar que había soñado, que le había causado tanto terror. Su mente vagó por sus miedos habituales: aquélla pesadilla recurrente de ser devorada por perros salvajes, aquélla otra en la que se no podía moverse y se ahogaba. Ninguna activó un recuerdo en su mente. No importaba que pensara, nada le hacía recordar lo que había soñado. De repente, le sudaron las manos y empezó a temblar. Había recordado una cosa, algo había vuelto a ella. No era el sueño en sí, sino una certeza que al parecer venía con ella:

Si Nicolás sale del departamento, se va a morir.

Su novio la sorprendió llorando silenciosamente en la cama. Sobresaltado, le preguntó que le pasaba. Ella no pudo contestarle. Era una locura pensar que él moriría si salía de la casa. Le dijo que había tenido una pesadilla, nada más. Él la abrazó y le propuso llevarle el desayuno a la cama. Evidentemente, ver a su novia llorar sentada en su cama lo había puesto nervioso, pues habló poco mientras le cebaba un mate endulzado con sacarina.
Afuera, los árboles se mecían ocasionalmente, movidos por una brisa fresca. Un ruido lejano recordaba que la ruta no estaba lejos. Era domingo, y ningún auto pasaba zumbado por la calle. Un perro ladraba solitario, una bolsa rodaba por la vereda. Era un día de domingo como cualquier otro.
Cada vez que María José trataba de recordar lo que había soñado, sentía que sus amígdalas le dolían y la garganta se le secaba. Tenía la sensación de que la respuesta estaba en la punta de la lengua, haciendo fuerza para salir de su boca, que la menor alusión al término le haría recordar que era lo que ocurría. Pero no pasaba nada. Le daban ganas de gritar, pero no podía hacerlo sin alarmar a Nicolás. Golpeaba la almohada con los puños, en una furia silenciosa y ciega, mientras su novio se bañaba.

Nicolás no tenía que salir de allí. Si Nicolás sale del departamento, se va a morir.

No salió de la cama. Tenía previsto arrastrarlo ahí y mantenerlo todo el día acostado. No había terminado de pensar en que decirle cuando recordó que estaba indispuesta. Se levantó rápido, para que Nicolás no la hallara acostada, le diera un beso y se despidiera para ir al trabajo. En el living, sin pensarlo urdió un plan. Buscó las llaves de la casa, cerró la puerta principal y arrojó las llaves dentro de un jarrón. Ahora estaba encerrado.
Mientras Nicolás buscaba desesperado las llaves, insultando a Dios y a los Santos mientras lo hacía, María José se estrujaba los sesos tratando de recordar. Pero los insultos de Nicolás no la ayudaban a concentrarse. Estaba irritada con él, que gritaba y no la dejaba pensar. Si supiera que su vida pende un hilo no gritaría tanto. Pensó en decirle, pero sabía que no le creería, a menos de que ella tuviera un motivo convincente. Pero para eso tenía que acordarse, pero no podía acordarse porque Nicolás gritaba como un loco porque iba a llegar tarde, y seguramente no gritaría tanto si supiera que se está por morir, pero si le dijera no lo creería, a menos que tuviera un motivo, pero para tener el motivo tenía que acodarse del sueño, pero no podía porque Nicolás gritaba como un loco y seguro que si supiera que se está por morir no gritaría así pero…
María José gritó desaforada, loca. El dolor en sus amígdalas se apagó durante el momento del grito, pero volvió con angustiante fuerza cuando cerró la boca. Nicolás la miró, helado. EL grito le hizo recordar algo, había gritado en el sueño. Había dicho algo en ese grito, habían pronunciado palabras. Las palabras tenían algo que ver. Pero cuáles eran…
Nicolás dijo algo justo en el momento en el que ella iba recordar las sílabas iniciales. El recuerdo quedó en la punta de su lengua. Ahogada de frustración, tiró un adorno hacia cualquier lado. El adorno golpeó en el jarrón, y Nicolás vio las llaves.

Si Nicolás sale del departamento, se va a morir.

Iba a suplicarle que no saliera, que se quedara. Le iba a decir que estaba mal, que estaba enferma. LA interrumpió. No sé qué te pasa, cuando vuelva hablamos. No sé que sea, pero mejor tranquilízate y después hablamos.
Iba a decirle que no habría próxima vez si atravesaba la puerta, pero justo en ese momento sonó el celular y Nicolás se disculpó por llegar tarde a algún desconocido del otro lado de la línea. María José sintió que estaba por llorar. Sintió la misma angustia, el mismo dolor desesperante, que había sentido al despertar. Comprendió que no podía detener el destino fijado para su novio. Lo saludó cuando abrió la puerta y lo dejó partir hacia lo desconocido.

miércoles, 21 de abril de 2010

Devenir

Armando observó los lapachos desde su ventana. Estaban erguidos desde hacía añares en la vereda, la corteza se había ennegrecido y por ello el delgado tronco contrastaba con el verde oscuro de las hojas. En el más grande, una rama se había roto, y las hojas secas parecían llamas en medio del follaje. Enfrente, un árbol muerto, seco y renegrido, daba un aspecto tétrico con su tronco podrido y sus ramas como rayos. La tarde estaba silenciosa e inmóvil, como una fotografía. Nada molestaba la vejez de los orgullosos lapachos.
Se dio vuelta y deseó un cigarrillo. Pero recordó al tiempo que lo deseaba que había dejado de fumar. La mesa desordenada y sucia le recordó que tenía que lavar las cacerolas y los platos del almuerzo. La sola idea lo aburrió. Se suponía que su hijo lo visitaría hoy, pero ya tenía una hora de retraso y no se hacía esperanzas de verlo. No le importaba demasiado. Él había sido un hombre muy activo en otro tiempo, y comprendía lo ocupado que podía estar un hombre con tres hijos s y un trabajo. Ahora su tiempo se había puesto lento. Como el de los árboles, pensó. Observó los lapachos de nuevo, intentando no mirar las olas que exigían limpieza. La tarde se había puesto larga y pesada, lenta.
¿Qué hacemos hoy? Le preguntó al gato. No sé vos. Yo pienso dormir toda la tarde, le contestó el animal al mismo tiempo que se daba vuelta y seguía durmiendo. Armando pensó que su mascota se había vuelto maleducada con los años, como algunos viejos. Puso la pava y se cebó un mate cansado. Era de lata y esmalte blanco. Se reflejaba en la superficie bruñida de la pava, que devolvía una imagen deforme e indefinida.
El mate se enfrió rápidamente. Sin ganas de calentar nuevamente el agua, decidió confiar en sus juiciosos zapatos y salió a la calle. La tarde tenía un inconfundible olor a mar, fresco y húmedo. El cielo estaba cubierto por una capa de nubes brillantes en la que se recortaban los edificios y le daban a la avenida un aire fantasmal. No se veía un alma en la calle.
Sus pies lo llevaron hasta la plaza. Los pinos cortejaban a unas palomas que se pavoneaban por allí y picoteaban el suelo ocasionalmente. Se sentó un banco a la sombra de la estatua. El jinete tenía un color verde claro y del lomo del caballo se chorreaban las cagadas de las palomas. La brisa sacudió los pinos con fuerza y el ruido de sus hojas se pareció mucho a una voz poderosa que lo estaba echando. Se levantó rápidamente de allí y siguió caminado por la vereda desierta. Una ráfaga opaca le abofeteó el rostro. Con el dorso de la mano se limpió el polvo de la boca y se saco una hoja del pelo. Era amarilla limó y parecía barnizada por alguna mano mágica. Hojas de plátano, se dijo. No había acabado de observar la hoja cuando se detuvo en seco y trastabilló de la sorpresa. A su lado había un caserón de aspecto antiguo, con molduras redondeadas y oscuras y paredes q daban impresión de humedad.
Iba a preguntar a sus impertinentes pies el motivo de la interrupción del paseo cuando vio la fría placa de azulejo que rezaba “Geriátrico Santa Viviana” Él y la brisa suspiraron. Miró por el vidrio de la puerta y vio un piso de madera terrosa, el extremo de una mesa con un mantel de encaje blanco y un televisor encendido que no veía nadie.
Iba a tocar el picaporte cuando a su mente volvió la olvidaba imagen de otro anciano, sentado en una silla igual a esa, frente a un televisor igual a ese, con el codo apoyado en una mesa igual a esa. Recordó a su abuelo, a sus medallas fulgurantes como soles de oro y su voz cansada y monocorde que le decía que todo tiempo es el mismo y que solo somos la repetición de un sueño de Dios. Recordó a su padre, mirando la pared, perdido de loco en un sanatorio en las sierras. Se vio a él mismo, decrepito de viejo, volviéndose polvo frente a ese televisor. Vio a su hijo, envejeciendo en una silla como esa y a su nieto, sentado en un mundo futuro haciendo algo incomprensible para las mentes de nuestra época.
Pensó que todos los ríos van al mar alguna vez. Abrió la puerta y entró. Sus zapatos no le aconsejaron nada esta vez.

lunes, 12 de abril de 2010

XVI

La Torre es reliquia y palacio.
Templo de una religión olvidada.
Sus reyes son augures autómatas,
que miran eternamente el cielo,
contemplándolo sin entenderlo.

La observo con la nitidez que solo pueden tener mis sueños,
esos espejismos, más consistentes que la vigilia.
Brillante en la noche caótica.
Protegida por un campo de luz iridiscente,
como alas de miles de insectos
y que recuerda púas.

Un rayo golpea a La Torre.

Los augures caen al vacío,
Sus cabezas dislocadas extrañamente miran hacia el cielo
mientras se precipitan al barro.
El marfil es cenizas,
granizo de piedra,
latiendo luminoso en los refusilos.

Me acerco a los restos.
Los autómatas ahora son sólo chatarra,
sangrando aceite dorado.
Sus caras, incrustadas en suelo,
Aún miran las estrellas
Que ahora son sólo piezas de plata
titilando en la noche.

martes, 6 de abril de 2010

EL Juicio

El Palacio estaba por explotar de tan lleno que estaba. El lugar estaba a oscuras, envuelto en una niebla de humo de cigarrillo. En algún lugar, una banda destrozaba un tema con notable éxito. Lulla estaba sentada en el piso, apoyándose contra la pared y con una cerveza tibia en la mano. No muy lejos de ella, El Oruga adormecía a todos con el humo brillante de su narguile. El Chori se le acercó. Era un chico aniñado, obsesionado por demostrar que era un tipo peligroso, con calle y de temer. Vivía cerca de la terminal. “Te cuento algo, Lulla. Vos después lo decorás como mejor te guste. Total, mentir se te da bien” le dijo, y se sentó al lado de ella.
“El barrio ha cambiado mucho, Lulla. Antes nos conocíamos todos. Teníamos menos cosas, pero al menos podíamos salir a la calle con más calma. Los chorros tenían códigos, jamás afanaban cerca de su casa, ni dejaban que otros roben en el barrio. Ahora todo eso está muerto. Los pibes se drogan con todo lo que encuentran y te matan una vieja por diez pesos. No hay códigos, no hay barrio, no hay nada. Antes, éramos casi un país dentro de otro, ahora demasiado que somos un montón de gente peleándola para comer todos los días.
La historia del agente Sosa es la historia de muchos de los policías. Era un chico carenciado, marginal. De pibe, se había hecho hombre a las piñas. Había robado kioscos con los amigos, había enamorado chicas en los bailes, había sido arrestado y golpeado por la policía. En busca de un trabajo seguro, se metió a policía. El cambio es natural: para ellos, es sólo un cambio de bando. Pero los métodos, la forma de comportarse no cambia nada.
A Sosa amó su trabajo desde el comienzo. Disfrutaba la cuota de poder que venía con el uniforme. Le encantaba como los pibes del barrio contestaban balbuceantes y asustados sus preguntas, como las viejas lo trataban de usted. Pero por sobretodo, disfrutaba saber que el uniforme le permitía hacer lo que quisiera. Ponía la música a todo volumen, y los vecinos no decían nada. Insultaba a los chicos del barrio, y no le decían nada. Era el policía y tenían que respetarlo, pero por encima de todo temerlo. Y amaba que le tuvieran miedo.
Se peleó con la gente de la villa desde el comienzo. Al principio fueron maltratos a los chicos que salían o entraban por los callejones. Cacheos largos, en medio de gritos y chistes obscenos. Una vez encontró a uno con un teléfono celular y lo molió a palazos. No hacía falta hacerlo en público, eso marcó el divorcio de la gente del barrio con él. Si Sosa se dio cuenta de que había hecho algo malo, no se le notó. La gente del barrio lo evitaba, temerosa de provocarlo. Los chicos se callaban ante su presencia. Era temido, odiado, respetado. Él amaba todo eso.
Sosa era escrupulosamente deshonesto. Se consideraba, como casi todos los chicos que crecen en la miseria, un sobreviviente. Había vivido a base de ingenio, de aprovecharse de lo que la vida le podía regalar y de abusar de los que estaban más abajo que él. Como policía esas cosas no cambiaron para nada. No era corrupto, su escaso poder no se lo permitía, pero si conseguía cosas gratis en los kioscos, coimeaba a las despensas que vendían cerveza fuera de hora, a los motoqueros que no usaban casco, a los que vendían marihuana, y cualquiera que hiciera algo fuera de lugar. Robaba pequeñas cosas a los que chicos a los que cacheaba. Porquerías como celulares robados o monedas. Era un sobreviviente, y había llegado a la cima de la cadena alimenticia. El barrio entero era su pastizal, pensaba.
Un día se le escapó un tiro. El chico que cacheaba venía con algo más que un teléfono celular. Forcejeó con él. Sosa tenía la costumbre de tocarlos con la pistola cuando los cacheaba. Se le escapó un tiro que dio de lleno en el pecho del pibe. El fiscal no se interesó en la causa más que los diarios. Un par de semanas después, el asunto estaba tan muerto como el chico. Sosa se había defendido de un chorrito que venía de robar un kiosco a punta de pistola, razonaron los compañeros y el asunto pasó al olvido.
Los que no se olvidaron fueron los del barrio. Ya estaban hartos de él. No pasó mucho hasta que se constituyó el tribunal. Ahí donde el estado no garantiza la justicia, la gente se encarga de proveerla, Lulla. Y casi siempre, esa justicia se parece mucho a la venganza. El tribunal se constituyó en una casa como ésta, vieja y destrozada. Un vecino defendió lo mejor que pudo a Sosa, que obviamente no estaba. Una señora lo acusó de la muerte y de mil cosas más. Doce chicos fueron el jurado. Los jueces eran los tres hombres más viejos del barrio. Para la mañana estaba la sentencia.
Si había algo que Sosa odiaba, eran los policías honestos. En sus años como agente, había llegado a odiarlos desde lo más íntimos de su corazón. Aquéllos policías bien criados, venidos de casas en barrios de clase media, criados en una burbuja por madres diligentes y padres esforzados. No tenían ni idea de cómo era la vida en realidad. No comprendían el hambre, la marginación, el luchar para sobrevivir, no comprendían nada. Por eso eran honestos, porque daban todo por sentado. Para él, que había peleado por todo lo que tenía, la honestidad era un lujo de los que habían tenido todo. Una jactancia de los pudientes.
En eso pensaba cuando sintió el primer disparo. Entró por su pierna y la sintió como la picadura de un insecto. Una quemadura leve. Había imaginado que sería algo más doloroso. Pudo ver el chico que le disparaba. Un pibe que apuntaba a cualquier lado y tiraba balas como si fueran piedrazos. Salía de una despensa cuando Sosa se lo cruzó. El chico siguió tirando, tratando de cubrir su huida con tiros, como en las películas. Herido y todo, el policía tiraba mejor. Dos balazos dieron el chico y éste cayó instantáneamente, silencioso, muerto. Sosa salió del pilar de luz que lo cubría casi al mismo tiempo que se dio cuenta de que en realidad eran dos chicos. Quiso reaccionar pero ya era tarde. Nunca supo por donde entró la siguiente bala. Quedó tirado al lado del pilar, a seis cuadras de la casa donde nació.
La prensa se volcó al asunto con la prisa que tienen los medios por contar historias heroicas. La investigación avanzó al ritmo de la furia de la sociedad. El ladrón sobreviviente fue rápidamente aprehendido. Se pidieron penas más severas para los menores de edad, como siempre. El policía fue enterrado por sus compañeros y su esposa con todos los honores del caso. Todos destacaron la vocación de servicio de Sosa, la amistad que lo unía a la gente de su barrio su honestidad, su sentido de justicia.
Sólo aquéllos vecinos que habían participado del juicio sabían que Sosa era ahora algo más que eso. Ahora era lo que él odiaba. Y se reían entre dientes.”

miércoles, 31 de marzo de 2010

El Gringo

A Sil siempre le tocaba entrar a las siete de la mañana a trabajar. Había sido elegida por ser responsable, madura, por salir poco y por sobretodo porque jamás se oponía a que le tocara trabajar tan temprano. Muy distinto de El Chori, que las pocas veces que trabajó un sábado a la mañana llegó ebrio y sucio, o de El Mohicano que directamente faltaba. Sil era responsable y sumisa y por eso a las siete de la mañana abría la fiambrería del local de ruta 9.
Abrir un sector es un proceso rutinario, diario y molesto. Consiste en revisar que todas las máquinas estén limpias, colocar la mercadería fresca (los yogures, los flanes, los quesos feteados) que se guardo en las enormes heladeras del depósito en las exhibidoras, revisar los precios, preparar las ofertas. En resumen, preparar el sector para recibir clientes. Es un trabajo molesto por la misma rutina y para Sil lo era más porque lo hacía sola y a las siete de la mañana.
Igual, uno nunca está del todo solo en su trabajo, siempre se puede hablar con alguien. EN el caso de Sil, ella hablaba con El Gringo, el carnicero. A él también, por ser el más nuevo y estar todavía pagando el derecho de piso, le tocaba abrir su sector. Abría la carnicería. Era un chico taciturno, apagado. Aunque quizás eso era porque trabajaba temprano y aún tenía sueño. En lo personal, Sil pensaba que su personalidad pagada era más bien una máscara, una forma de protegerse contra los clientes exigentes y agresivos, una forma de escapar del estrés del trabajo. Él era callado porque no estaba ahí, sino que su alma, su mente, estaban en otro lugar.
“El Gringo llega tarde” pensó Sil. Era raro que eso pasara, de hecho era la primera vez. El local aún no había abierto, de todos modos. Aunque ya habían un par de viejas en la puerta, esperando. El guardia, ese día era El Mono, y miraba a Sil con la degeneración de costumbre. Ella no le hacía caso, mientras menos bola le diera mejor. Pero El Gringo no llegaba. Y eso, por alguna razón ponía nerviosa a Sil. Llámenlo un sexto sentido, intuición femenina, pero Sil estaba preocupada esa mañana. “Che, Mono, ¿No llegó El Gringo todavía?” le preguntó al guardia, que miraba por el ventanal. “No che, que raro…” le contestó. Sil se fue a buscar quesos frescos al depósito. Aún no podía sacarse esa sensación de preocupación que le apretaba la nuca. Quizás era el stress, después de todo aún no había tenido vacaciones. Pero igual, sus sentidos estaban alerta y se sentía fastidiosa, como esperando que pasara algo.
Cuando volvió al Salón, El Mono le abría la puerta al carnicero. Se saludaron silenciosamente, con un par de comentarios graciosos sobre el motivo por el que había llegado tarde. “Eh, Gringo, como andas” le dijo Sil cuando él pasó hacia el depósito. “¿Qué pasó?” le preguntó. “nada”, contestó él sin mirarla, mientras entraba por la pesada cortina de plástico. “La moto no quería arrancar”.
Lo volvió a ver cuando salió del depósito con las bandejas de carne para poner en las exhibidoras. Parecía más pálido que de costumbre, pero por lo demás era el de siempre. Sil se alivió un poco. “Tas pálido, negro” le dijo como por decir algo. “Noche movida” le dijo El Gringo, sonriendo. Parecía más alegre que de costumbre. Como si la máscara que se ponía para venir a trabajar se le hubiera caído o no la hubiera traído puesta, pensó Sil. Se pusieron a charlar. El Gringo había ido al baile la noche anterior. “Que pedazononón que me alcé” le dijo, con un gesto ampuloso, totalmente extraño en él y que alegró mucho a Sil. Es un flaco piola, después de todo, pensó. Charlaron sobre el baile un rato, sobre los grupos que le gustaban y sobre lo mucho que les gustaba salir cuando eran más jóvenes. El Gringo se fue al baño con un “ya vuelvo” y Sil siguió en lo suyo.
“Oh, ¿Dónde está el gringo?” preguntó La Encargada. “No sé, che. Se fue al baño hace un rato. Capaz que se durmió, andaba medio pálido” le contestó Sil. Su sensación de nerviosismo volvió mientras decía estas palabras. Afuera, el amanecer era dorado y plateado, y las viejas insomnes miraban desde los ventanales esperando para entrar.
Pasó una hora, y la carne seguía a medio colocar en las heladeras. La Encargada le pidió a Sil que acomodara las bandejas. Evidentemente El Gringo se había ido, en el baño no estaba. “Yo no lo vi salir” dijo El Mono al pasar. Pero no sería la primera vez que no viera algo, porque se la pasaba adentro, en el lugar de descanso, tomando mates con La Encargada.
El amanecer ya era celeste claro cuando las viejas entraron. Y aún no había carnicero. La Encargada llamó a su casa, a preguntarle porque se había ido sin avisar. Las viejas preguntaban por el carnicero cuando llamaron a Sil al depósito. La Encargada estaba ahí, y los dos repositores, todos con el semblante serio.
“El Gringo tuvo un accidente anoche en la moto. Salía del baile y chocó con un auto. Murió en el hospital esta madrugada” le dijo Marcos de un tirón, no sabiendo como suavizar la noticia. La Encargada se fue caminando rápido a su oficina, donde podría llorar con más calma.
Sil escuchaba los gritos de las viejas pidiendo ser atendidas como detrás de una nube. Sintió el hormigueo de la sangre al dejar su rostro cuando preguntó:
“¿Y con quién estuve hablando yo esta mañana?”